Vemos que al tiempo que las cajas de ahorro su hundían, sus directivos se enriquecían, algo de lo que nos hemos enterado solamente porque la quiebra de las entidades financieras ha generado una publicidad que no existe en casi ningún otro ámbito. Goldman Sachs ha nombrado a los últimos Secretarios del Tesoro norteamericano desde, al menos, los tiempos de Reagan. Y el asesor de Zapatero es hoy el asesor de la patronal financiera. Solbes está en Barclays y Rato en Bankia. Y Cospedal cobra varios sueldos mientras Rajoy sabe que gana “un poco más” de lo que alguien le recuerda.
Los mismos que condenan al hambre, son los que mueren de glotonería. Los mercados, que lejos de ser tales son redes de información privilegiada, saben que no tienen que confiar en nadie y por eso son tan sensibles a cualquier movimiento, especialmente los que vienen de la banca o de la política, que cada vez están más indiferenciados. La bolsa sabe –sus articuladores- que las aguas en donde ellos moran están llenas de tiburones. Lo que ellos no cojan, lo cogerán otros. Es una cuestión de rapidez. Es el juego de la silla. Ellos lo saben. La ciudadanía no.
Mencionar esto ya no sirve tampoco de gran cosa. Podemos oír estas quejas incluso en las radios públicas. Pero no se genera ninguna transformación. La sobreinformación, el tono jocoso o la saturación ante el horror consiguen que no ocurra nada. También la esperanza de no estar señalado para ser de los que se hundan. Una estrategia históricamente bastante desafortunada.
Quedaría el escrache, esa táctica ciudadana inventada por los hijos de los desaparecidos durante la dictadura argentina, que consistía en perseguir a los torturadores a la panadería, al portal de su casa, al restaurante, al cine, para decirle a todo el mundo que esas personas de aspecto adorable eran monstruos. Interrogado el enriquecido director de la quebrada Caja del Mediterráneo sobre si tenía la conciencia tranquila, sin mover un músculo de la cara, y sabiéndose respaldado por el obispo responsable, contestó: “totalmente”. En cualquier caso, esa misma noche podía ir a cenar al restaurante más caro de la ciudad sin verse interrumpido.
Hay un ángulo no alumbrado de las reformas educativas. Las clases privilegiadas, cada vez con más nitidez, no quieren que sus cachorros se mezclen con la chusma. La élite aristocrática siempre ha organizado fiestas para que sus hijas, jóvenes y atolondradas, no cometieran la tontería de enamorarse de alguien de otra clase. Cuanto antes se comprometieran, mejor, porque así se conjuraba que se fueran, no con con un trompista negro de la vecindad, como rezaba la canción, sino con alguien que no tuviera detrás unas cuantas generaciones de solvencia. Esos que aún podían llegar a algunos colegios o a algunas universidades.
En los tiempos que corren, hay que asegurar las diferencias. Y esa lógica recorre casi todas las transformaciones. En los colegios, en los barrios, en las universidades. De ahí el escándalo de Esperanza Aguirre de que alguien pueda rondar su portal. Ahora que ya no está ETA ni su macabra excusa, igual vienen los que de verdad tienen razones para estar enfadados.