Una lágrima sobre los dibujos de Caloi

Publicado el 18 mayo 2012 por Aletropea

Allá por los últimos años sesenta y algo de los setenta, cuando los hombres caminaban por la luna como Pancho por su casa -a pesar de las burlas con que embistieron al visionario de Robert Goddard en los años 20, por tenerle fe a los cohetes de combustible líquido como el medio para alcanzar nuestro satélite natural-, se iniciaba mi historia personal con el humor y las historietas. En julio del 66 comenzaba la época de vacas muy flacas para mi familia, nos acabábamos de mudar por la fuerza de una economía paterna derrumbada, a una casa muy pobre, en un lugar muy pobre, en Berazategui, casa en la que por otros 15 días no tendríamos luz eléctrica, así que a la luz de dos velas flanqueándome a izquierda y a derecha, sí, de dos velas literalmente hablando, por el motivo que acabo de contarles, comencé a dibujar mis primeras historietas en un cuaderno de contaduría, lo único que tenía a mano, a falta de tableros de en dibujo o netbooks. Y lo hacía prestando atención a lo que tenía a mi alcance en papel o en los siguientes años en los dibujos animados del cine o de la televisión en blanco y negro. La lista es ecléctica -forma elegante para no decir "tipo la Biblia y el calefón"-, en ella figuraban las historietas mensuales de Patoruzito, Patoruzú y las Locuras de Isidoro, Mafalda de Quino, Lupín, Capicúa, Disney, Picapiedras, Supersónicos, Tex Avery, Afanancio, Piantadino, El tony, D'Artagnan, Fantasia, El eternauta y... Caloi, el humor gráfico de Caloi. Sus dibujos en la primitiva revista dominical de Clarín, anteriores, muy anteriores a Clemente del 73, eran para mí uno de los principales incentivos para hacer, salvando las distancias astronómicas, lo que él y Quino hacían. Para hacer más astronómica la distancia, mi evolución y aprendizaje eran mucho más lentos que los de un humorista con vocación fulltime, por estar dividido, por estar partido en dos ya en esa época, entre la electrónica y la historieta, entre la ciencia y el arte. Un día viernes cualquiera del 69, al salir de la escuela industrial por la tarde y con el fin de semana a la vista, se me podía encontrar caminando rápido y ansioso hacia un kiosco que estab frente a la estación de Quilmes, a comprar Patoruzú, Patoruzito o las primeras Locuras de Isidoro y Radio Técnica, un diario semanal de electrónica práctica (había dos en ese entonces) en formato tabloid. ¿Por qué mezclo ese lado técnico ajeno al tema Caloi? Porque en mi caso no es así, no es ajeno, las dos cosas siempre estuvieron inextricablemente unidas, asociadas intensamente, en la primaria, la secundaria y la universidad. Para mí, la muerte de Caloi inmediatamente me trajo a la superficie el recuerdo vívido y amado de esos años primigenios, de relativa pobreza, pero felices para mí.
Y hablando de felices, ingreso al túnel del tiempo con Tony y Douglas y salto a la ciudad feliz, Mar del Plata del 77. Es invierno, estoy solo en la ciudad y aterido de frío, esa tarde casi noche la recuerdo como si fuera hoy. Entro a una pequeña librería con doble propósito: refugiarme de la ola polar y surfear libros. Ahí fue que me encontré con "El libro largo de Caloi" (de Ediciones Hombre Nuevo, 1968). En esta entrada les muestro la tapa escaneada de "mí" Libro largo de Caloi, que si buscan en Google, lo pueden encontrar. Todavía hay ejemplares vivitos y coleando por ahí. Y paradójicamente, a pesar que se trata de un libro de humor gráfico, lo que ahora les muestro es "only text", solo textoo, pero del mejor. Es la página escaneada con la presentación de Caloi y su libro por parte del inefable Miguel Brascó. Es un texto que en sí mismo no tiene desperdicio. La redacción es notable y sensible. Cada palabra, cada frase, cada expresión se difruta. Además en esas líneas aparece "mágicamente" otro enorme artista de la pluma y el lápiz, otro que dibujaba con furia y pasión, que ya se fue, Bróccoli, el del mago Fafá, vecino de Clemente desde el 73, en la última página de Clarín.

Y hablando de furia, vuelvo a ingresar al túnel del tiempo con Tony y Douglas y salto a la ciudad de la furia, Buenos Aires del 87. Es entonces que finalmente me cruzo con Caloi, en una exposición de humor en el Centro Cultural Recoleta y ahí, en una rústica hoja de block tamaño carta, el único soporte blanco decente que tenía encima, Caloi me dibuja "mi" Clemente, el que ahora pueden ver acá abajo.

En un último salto regreso al futuro, a estos días de tristeza. Uno podrá evolucionar más o menos como artista, dominará técnicas, encontrará su estilo, su lenguaje, se diferenciará de todos, doblegará los medios y los instrumentos hasta que respondan fielmente a los designios de lo que la mente creadora desea llevar adelante. Podrá usar lápiz, pincel, mouse, touch o cincel. Pero en el producto final, en el ADN de la obra siempre estarán presentes quienes fueron los maestros de los que aprendimos a dibujar, escribir y hacer humor. Así como no hay nada nuevo bajo el sol, que yo sepa, de Altamira y Lascaux para acá, cada artista empezó por copiar o imitar o nutrirse de artistas anteriores, admirados y respetados. Por eso, para uno hay un paralelismo entre dos dolores, el de la muerte del padre que nos enseñó a vivir y el de la muerte del artista que nos enseñó (en general sin saberlo) a dibujar y escribir. Hoy sufro ese segundo dolor.