Una lección africana para los detractores de los religiosos

Por En Clave De África

(JCR)
“Lugar de oración y estudio. Se ruega silencio”. Una de las escenas de la vida cotidiana de Bangui que más me impresiona últimamente tiene lugar todas las tardes, al ponerse el sol, en la parroquia de Fátima, en el corazón del barrio conocido como “Kilómetros Cinco”. A la puerta de la iglesia, en los locales parroquiales y hasta en el pasillo donde están las habitaciones de los tres misioneros combonianos (un ugandés, un centroafricano y un italiano) que trabajan allí se encuentra uno con decenas, o tal vez cientos, de niños y jóvenes que aprovechando las horas de luz eléctrica que ilumina el recinto parroquial gracias al grupo electrógeno hacen los deberes y estudian. En sus casas de barro y hojalata no podrían. Los carteles situados en lugares estratégicos avisan de que hay que respetar el silencio por el bien de todos.

El Kilómetro Cinco es un inmenso arrabal que durante todo el día y buena parte de la noche se metamorfosea en un mercado al aire libre en el que los tenderetes empiezan instalándose en las aceras para progresivamente invadir la calzada y terminar impidiendo todo tráfico rodado. Casi todas las semanas hay incidentes que acaban con la policía intentando echar de la carretera a los “manteros”, provocando altercados de mucho cuidado que suelen terminar con heridos y detenidos. Antes disparaban al aire, y en la estampida que seguía un buen número de las mamás del mercado acababan con alguna pierna rota. Últimamente la policía de Bangui sigue métodos anti-disturbios algo más moderados, lo que quiere decir que en lugar de disparar balas reales con fusiles Kalashnikov ahora echan al aire un spray de pimienta roja que provoca las mismas carreras pero por lo menos no hace ruido, aunque más de uno acaba con los ojos irritados. Cuando tengo que pasar por allí renuncio a ir en coche y prefiero recorrer el kilómetro largo de calzada a pie, abriéndome paso a empujones como todo el mundo y palpándome el bolsillo para que mi teléfono móvil no cambie de lugar y acabe como por arte de magia en alguno de los tenderetes de productos electrónicos de segunda mano.

Es en este lugar donde los niños que quieren estudiar con tranquilidad pueden hacerlo en la parroquia, la casa de todos. A nadie se le pregunta quién es, ni mucho menos si es católico o no. Algunos de los jóvenes, o sus padres, aprovechan para hablar con los religiosos, que pasan muchas horas al día escuchando historias de personas que sólo comen una vez al día y en cuyos hogares sufren problemas serios de violencia doméstica, enfermedad o simple desesperación. Los combonianos llevan varios meses intentando poner en marcha una biblioteca donde los muchachos puedan encontrar los libros de texto que no encontrarán nunca en sus escuelas del barrio. Otro problema que tienen desde hace pocos meses es el de los niños soldado a los que UNICEF ayudó a desmovilizar en el Norte del país y que viven en familias de acogida. Las hermanas de San Paul de Chartres (tienen una comunidad formada por francesas, congoleñas y vietnamitas) intentan coordinar esta actividad y ellas mismas tienen en su comunidad a varios de estos niños difíciles, a los que intentan ayudar a cambiar su vida de agresividad y brutalidad por otra que les devuelva la inocencia de niños que perdieron.

Unos kilómetros más allá, cuando consigue uno sortear los mil obstáculos del mercado al aire libre, se llega al barrio de Damala. Allí tienen los Salesianos de Don Bosco una escuela técnica y un liceo. Como no podría ser de otra manera, al lado de las dos instituciones educativas hay un inmenso terreno con campos de fútbol, balonvolea y baloncesto. El padre León Moussas, un congoleño que comunica alegría y optimismo, me muestra también orgulloso un hogar que han puesto hace poco en marcha para los niños de la calle. Pasea sin prisas por entre los chavales prodigándose en bromas: “Es casi la una de la tarde y los chicos podéis ir a comer, a las chicas no os hace falta porque estáis todo el día masticando caramelos, ¿a qué es verdad?” Cada vez que lanza este despropósito es saludado por un coro de risas que invade todo el gran recinto. “Veo que te gusta provocarlos”, le comento.

Había encontrado al padre León varias veces en la sede de una ONG norteamericana en Bangui que ayuda a chicas víctimas de tráfico de personas. La responsable de protección de niños en situación vulnerable en las oficinas de la UNICEF me había dicho varias veces “no dejes de ir a verlo, es un hombre extraordinario que a nosotros nos resuelve un montón de problemas”. Cuando llegué a su oficina, en la escuela de Damala, tuve que esperar una hora. Al entrar en su despacho se disculpó: “Perdona que te haya hecho esperar, pero cada mañana tengo que escuchar siempre los mismos problemas”. Me contó que desde que empezó la guerra en la República Centroafricana, a primeros de diciembre, muchos de los padres de los 170 alumnos se han quedado sin trabajo y vienen a contarle que no tienen dinero para pagar las tasas escolares. “No sé cómo voy a sacar la escuela adelante”, me dice, “pero nunca en mi vida he expulsado a un niño por falta de dinero, y menos a mitad de curso. A todos los padres les digo: “no se preocupe, si hijo puede seguir”. Por si fuera poco, los alumnos han aumentado debido al flujo de niños que llegaron a Bangui evacuados de las zonas del Norte, donde los rebeldes de la Seleka han reclutado a miles de niños para obligarlos a combatir entre sus filas. El padre León me ha preparado una comida de rumbo y ha hecho lo que no hacen casi nunca en su comunidad en la que hay otro congoleño, un centroafricano y un guineano: encargar unas cervezas frías. “Descansa en esta habitación, dúchate y aquí tienes la clave del wifi para que te pongas al día”, me dice al terminar de comer. Cuando me marcho, a media tarde, busco al padre León y finalmente le encuentro rezando en la capilla. “Es el único momento que tengo para estar tranquilo y cargar las pilas”, me dice con naturalidad.

Llevo más de media vida trabajando en lugares de África azotados por guerras, enfermedades, hambrunas y dictaduras. En todos ellos he encontrado religiosos y religiosas de distintas congregaciones (y generalmente de varias nacionalidades, viviendo en la misma comunidad) que hacen lo mismo que el padre León, los combonianos de Fátima y las monjas de St. Paul de Chartres: ser buenos samaritanos, ayudar con educación, cuidados de salud, consuelo espiritual e infundir mucha esperanza en situaciones en las que uno se echa las manos a la cabeza y no ve ninguna salida a tanta indignidad, y todo esto con un enorme respeto a la gente y a cambio de nada. No estoy alabando a los religiosos en detrimento de los curas diocesanos u otras instituciones de la Iglesia. Y, por supuesto que no todo el monte es orégano y que alguna que otra vez me he encontrado a algún que otro caradura al que su maestro de novicios no tenía que haberle dejado emitir sus votos, pero representan una minoría exigua que no empañan, ni de lejos, el brillo de la vida religiosa en África. No conozco otros continentes (excepto un corto viaje que realicé en una ocasión con Cáritas a India y Tailandia) y por lo tanto no hablo de lo que no tengo experiencia.

Traigo todo esto a colación porque cada mañana, cuando me conecto a internet (cosa que no consigo hacer siempre) e intento ponerme al día de la actualidad del mundo, al recorrer las cuatro o cinco páginas web de información religiosa que sigo regularmente con sus correspondientes blogs no puedo evitar un sentimiento de estupor, rayando a veces en la indignación, cuando leo a ciertos blogueros que parecen haber hecho de los religiosos su particular saco de boxeo en el que descargan sabe Dios qué frustraciones acumuladas. Y no me refiero a articulistas de conocido cariz anti-clerical, que sería normal y comprensible, sino a personas que se declaran católicos hasta la médula y hombres supuestamente fidelísimos a la Iglesia, o por lo menos a obispos a los que consideran de su propia cuerda.

Y lo peor del caso es que se repiten más que las alubias cuando hablan de los religiosos. Que si mira cómo visten, que si hace 50 años eran 10.000 y ahora sólo son tres mil y pico, que si acaban de cerrar su noviciado en Valdelcubo de Arriba o en Cabanillas de Abajo, que si no son fieles al Papa, que si su superior general es un inútil porque tendría que haber suspendido al padre merenganito –hereje contumaz- por un artículo que acaba de escribir, que si celebran la misa sin el número de cirios reglamentarios en el altar, que parecen funcionarios y están haciendo que los jóvenes de hoy pierdan la fe…

A estos aficionados a tantas condenas y juicios, que se jactan de las multitudes que les jalean sus exabruptos, no tendría nada que decirles. Solamente me gustaría verlos pasando una semana en la parroquia del Kilómetro Cinco de Bangui, o aguantando durante tres días las impertinencias de los niños soldado de los que se ocupan las monjas, o intentando hacer equilibrios imposibles llevando adelante una escuela con su correspondiente administración viendo que cada día aumentan los niños que necesitan educación y disminuyen los fondos para cubrir los gastos esenciales. Todo esto, naturalmente, viviendo en un ambiente en el que el día menos pensado te pilla una matata mingui de rebeldes con el machete en la mano que arrasan tu parroquia o te agarra un paludismo que te deja tirado más de una semana con fiebres de 40 grados para arriba.

Y, por cierto, he conocido a unos cuantos periodistas agnósticos que, cuando he tenido que acompañarlos en algún país de África y les he preguntado “¿dónde quieres que te lleve?” me han respondido sin dudarlo “a alguna comunidad de misioneros o de monjas”. Y cuando he leído después lo que han escrito me pregunto por qué precisamente ellos se dan cuenta de una realidad que otros, supuestamente más católicos que el Papa, no quieren ver.