Revista Cultura y Ocio

Una lectura libre de prejuicios de "Lo que no te mata te hace más fuerte" (Millennium 4), de David Lagercrantz.

Publicado el 15 noviembre 2015 por Casoledo
Las armas estaban cargadas. Antes de que saliese a la venta el libro ya se habían escrito unos cuantos artículos de opinión sobre el manido asunto de la última o real voluntad de los escritores fallecidos (Kafka/Max Brod, etc.), y no pocos opinadores habían comenzado a crucificarlo. Entre ellos un conocido novelista por la gracia de dios (ahí tenéis una pista)que mencionaba con inequívoca repugnancia que el tal Lagercrantz era nada menos que autor de la biografía de un futbolista (¡anatema!). Vaya por delante que, en mi modesta opinión, nada hay de reprochable en el hecho de que determinados personajes que han sobrevivido a su propio autor hasta el punto de independizarse y formar parte de la cultura popular sean revividos en nuevas ficciones. Así ha ocurrido con grandes mitos de la literatura de género, desde vampiros a detectives, y no cabe duda de que la triología de Larsson puede encuadrarse en ese ámbito por obra y gracia de la memorable Lisbeth Salander. Es oportuno recordar aquel artículo de Vargas Llosa significativamente titulado "Lisbeth Salander debe vivir", y que culminaba de una manera tan certera como hermosa: "¡Bienvenida a la inmortalidad de la ficción, Lisbeth Salander!". 
Sentado esto, y al menos para los que no sólo no estábamos en contra del proyecto, sino que lo esperábamos con ilusión, ¿quiénes éramos para prejuzgar la calidad del autor elegido?, ¿habría pasado el propio Larsson, cuando era un periodista desconocido fuera de su país, semejante examen? A lo que debemos añadir que David Lagercrantz contaba con notable prestigio precisamente a raíz de lo que el elefante literario aquel despreciaba: el vuelo que había conseguido infundir al relato de la vida de uno de los deportistas suecos más queridos en su país, Zlatan Ibrahimović, como una de esas historias de superación que partía de unos orígenes harto difíciles hasta llegar a la gloria europea. 
Para completar la sensación de que publicar el libro era un acto vergonzoso y, en consecuencia, vergonzante, las entrevistas a los editores españoles se centraban en el porqué de la decisión de continuar la saga, en si partía o no de unas cuartillas de Larsson -como si eso fuese realmente determinante- y en si los lectores estarían satisfechos con el resultado. Las respuestas resultaban tan temblorosas como tajantes parecía la certeza que se nos quería transmitir: la novela iba a ser un churro que en absoluto respetaría la calidad y el criterio del autor original (y esto sugerido por quienes denunciaban antaño su escasa entidad literia, en fin).
Con este panorama, uno se veía tentado de coger el libro con más motivos para estar a favor de su existencia que en contra, y con ganas de que quienes habían difundido toda clase de prejuicios, que no opiniones, estuviesen equivocados. Lamentablemente, no ha sido así. Me atrevería a decir que la obra falla en algo que debería haber sido su presupuesto: el respeto, no al estilo o las manera de enhebrar tramas y levantar estructuras, sino al espíritu que se hacía evidente en la trilogía. Larsson había sido un excelente lector de novela negra, policiaca y política, y sus libros eran una singular mixtura de las tres caracterizada sobre todo por la profundidad emocional de sus personajes principales: el investigador periodístico insobornable, respetuoso hasta el extremo con los principios de su profesión, y la hacker asocial, de rasgos psicopáticos, asimismo comprometida e intolerante frente a las injusticias. Esa especie de impulso ético, nacido de una biografía abundante en maltratos, ya fuese vividos o estudiados, creaba una afinidad entre ambos que se convertía en el verdadero motivo de las novelas, más allá de las historias que desarrollaban. El lector devoraba las páginas arrastrado por esa misma necesidad de reparar el daño, de sobrevivir al puñetazo de los poderosos y, una vez recuperados, devolvérselo con aún mayor fuerza. Ahí estaba el espíritu de Salander, y el de Larsson.
David Lagercantz, sin embargo, ha constuido un thiller policiaco de espionaje informático sobrecargado de información perfectamente prescinsible, sobre todo en el mundo en que vivimos, con un narrador omnisciente que salta de una mente a otra, aun episódicamente, como si describiese con detalle las escenas de una película -quizá, ay, se trataba de eso-. Con frecuencia me sentí tentado de abandonar el libro tras la enésima y farragosa explicación de organizaciones y sistemas tecnológicos, y me vino a la memoria aquello que escuché decir a un niño al que su despistada madre había llevado a ver el "Hulk" de Ang Lee en el cine, cuando tras soportar una hora de no desdeñable indagación paterno-filial la pobre criatura preguntó en voz alta -y todos nos reímos-: "el hombre verde, ¿cuándo sale?". Así ha ocurrido en este caso. ¿Dónde está Salander, qué ha sido de su vida, qué piensa, qué siente, cómo va su relación con el mundo y, siendo más precisos, con Mikael? Este último, por cierto, se ve sometido a una mera reiteración de situaciones ya vividas en otros libros -el declive profesional- y apenas cobra vida, como una mera sombra de lo que fue en la trilogía. Y ella, la verdadera causa por la que muchos quisimos seguir leyendo, acaba convertida en una especie de Batgirl sin historia personal, uns figura oscura que aparece heróicamente y a la que, como "gran" novedad, se le aparece un supervillano (evito el spoiler). Falta alma, y sobra un argumento de cine de acción mil veces visto ya en la pantalla (las extraordinarias capacidades de un niño autista que tiene la clave de todo) y que concluye tan previsible como ha ido desenvolviéndose. Los libros anteriore dejaron marcadas a fuego en la memoria algunas escenas descarnadas, frenéticas o inquietantes. En este caso el agotado lector llega a desear que un virus mande todo el sistema informático al carajo y los personajes empiecen a relacionarse como seres vivos. Acabar el libro se hace un suplicio, y la sensación final es simplemente frustrante. Nada que objetar en cuanto al estilo o la estructura, de los que Larsson tampoco era un maestro. Pero sí que lamentamos que el autor no se haya dado cuenta de que se trataba, antes de ponerse manos a la obra, de reflexionar acerca del legado con el que iba a trabajar, analizar sus presupuestos, comprender los porqués de su magnitud.
El propósito era legítimo, en definitiva. Pero la ejecución deja mucho que desear. Nada de ello, pese a lo que sigan opinando los defensores de no se sabe qué esencias, impide que pueda haber un nuevo intento. Lisbeth Salander debe vivir. 



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