Leonardo
está despierto desde hace veinte minutos pero se resiste, sin mucho
esfuerzo, a abrir los ojos. ¿Para qué? Ahí sigue el techo de tirol cuyas
formas lo tienen tan aburrido como su propia vida. También ahí está la
pared con el póster enmarcado de“La vendedora de alcatraces”de
Diego Rivera que tanto odia. El baño sigue sucio de dos semanas, la
alfombra está sembrada con bolitas de cabello, y hay una montaña de ropa
sucia erigida desde tres semanas antes.¿Para qué abrir los ojos?
Tiene calor debajo de las cobijas. Seguro son más de las ocho de la
mañana y es un día claro. Está boca arriba. Así amanece diario. Se
duerme de lado, pero invariablemente en las mañanas despierta viendo el
techo. Está cansado de lo mismo. Afuera la gente está en sus trabajos,
tomando el primer café de la mañana, en el camión, en el metro rumbo a
sus oficinas. Leonardo dejó de trabajar hace tres semanas. Renunció.
Como en otras ocasiones, le bastó con un pequeño coraje para tomar la
decisión de hacerlo. Entró a la oficina de su jefe y sencillamente le
dijo “Renuncio. No quiero seguir trabajando aquí, odio a tu agencia y a
los idiotas con los que trabajo, comenzando contigo.
Recogió sus cosas y regresó a su casa sin decirle nada a nadie. Estaba
harto, aburrido, desilusionado, pero satisfecho con su decisión. Al
menos eso quería creer. Tenía la seguridad de que en cuanto le
comunicara a sus amigos que se había quedado sin trabajo otra vez, de
inmediato le ayudarían. Esperó en vano cinco días. Nadie acudió a verlo,
nadie le llamó por teléfono ni siquiera para saber cómo estaba. Cayó
entonces en cama. Ya sabía lo que venía. No era nuevo. Lo tenía bien
medido. Serían largas semanas de no saber nada de nadie, ni siquiera de
sí mismo. Esta mañana cumple tres días de no bañarse, y dos de no comer.
Tampoco puede abrir los ojos porque la luz le lastima y la cabeza le
duele. Está deshidratado.
Pero esto, él lo sabe, es temporal. Estas semanas se pasan
relativamente pronto. Las toma como un descanso, como un tiempo para
reflexionar acerca de su vida laboral, de sus amigos, de sus ex novias,
de su familia y de su futuro. Así le pasó hace año y medio cuando lo
corrieron de aquél otro trabajo y hace cuatro años cuando terminó la
universidad. Nada es nuevo. Ya pasará.
La última vez se recuperó rápidamente gracias a una llamada. Ya
cumplía dos meses sin poder moverse del sillón frente a la televisión en
su departamento cuando Adriana le llamó para saber qué tan mal estaba.
—Leonardo, sé que estás tirado frente a la televisión. Báñate porque
llego en una hora para platicarte de una oferta de trabajo que te
tengo.
—No vengas. No te quiero ver.
—Voy para allá.
Adriana tenía la virtud de hacer justamente lo que le venía en gana.
Por eso en aquella ocasión fue al departamento y lo convenció de que
fuera a una entrevista de trabajo en la agencia de automóviles. Leonardo
consiguió el puesto y, como por arte de magia, cambió por completo su
actitud. Ya no estaba más tiempo echado en la cama viendo televisión y
jugando videojuegos. Se compró trajes nuevos, consiguió que le dieran
crédito para un coche, comenzó a ganar mucho dinero de manera casi
inmediata.
Salían a bailar los jueves y viernes. Los fines de semana se iban a
pueblear, o a la playa. Tenían sexo cada vez que podían sin importar
dónde estuvieran. Se creía feliz. Adriana sabía que eso no era
felicidad, era una etapa de euforia, de bienestar inducido a fuerza de
billetazos.
Leonardo, luego de tres meses de llevar este ritmo de vida, se cansó.
Se le acabó la pila. Bajó su rendimiento en el trabajo, se volvió más
indiferente con Adriana y de pronto ya no sólo no tenían sexo, sino que
no le hablaba por teléfono y el tiempo que pasaban juntos era cada vez
más aburrido, más gris...
El primer ataque de furia del que Adriana fue testigo ocurrió una tarde
en un restaurante. La lasaña que pidió Leonardo llegó con casi una hora
de retraso y fría. Increpó entonces al mesero.
—No quiero esto. Está frío y además me lo trajiste muy tarde. Mira, ella terminó de comer hace media hora.
—Si quiere le vuelvo a calentar la comida, pero la verdad es que no nos tardamos tanto en traerle el plato.
—¡Mira!, ella terminó su plato y apenas tu me trajiste el mío. ¿No te
parece que es porque me lo trajiste retrasado? —dijo Leonardo ya con los
ojos inyectados y levantando la voz.
El mesero se retiró y regresó dos minutos después con el plato
humeante, el capitán de meseros y el gerente del restaurante.
—Señor —dijo el capitán—, tengo aquí registrado que su orden la solicitó hace sólo veinte minutos. Por lo que...
—¡Mira estúpido! Cómo explicas que mi mujer haya terminado su comida y
yo apenas la voy a empezar; la pedimos al mismo tiempo. Que tu estúpido
mesero haya pasado tarde la orden no es mi culpa. —Leonardo estaba
completamente fuera de sí. Se levantó tembloroso del asiento, veía
fijamente al capitán que lo había increpado—. Dame la cuenta. Dame la
cuenta ya.
—Señor, por favor mantenga la calma —terció el gerente que palideció
cuando recibió la mirada asesina de Leonardo.
—¡Pídeme que me calme cuando no cometas pendejadas! —gritó a todo
pulmón. Algunos comensales comenzaron a removerse nerviosos en sus
asientos. Los dos policías que resguardaban la entrada se acercaron a la
mesa—. Dame la cuenta para largarme.
El gerente le mostró con la mano el camino hacia la caja. No se atrevió
a decir nada más. El mesero, el capitán y los dos policías escoltaron a
Leonardo que jaló de la mano con violencia a Adriana que, más que
apenada, estaba aterrorizada por la desproporcionada reacción de
Leonardo. Nunca lo había visto tan exaltado. Y no sería la única vez.
Adriana decidió cortar por lo sano con él cuando en una ocasión amenazó
con golpearla. Habían bebido algunas cervezas en un bar y de regreso en
el departamento Leonardo le reclamó que pasó mucho tiempo platicando
con un amigo que se encontró en la barra. Ella le contestó que no era
cierto y que no tenía que preocuparse por eso. Sin mayor aviso volvió a
montar en cólera. Eran signos que para Adriana ya casi eran comunes: la
pupila se le dilataba, comenzaba a temblar ligeramente y levantaba la
voz como nunca lo hacía. Y esa mirada, esos ojos que no eran de él, sino
de otra persona tan diferente. Tenía de nuevo un ataque de furia y de
ahí a llegar a los golpes sólo había un paso ínfimo que prefería no
recorrer. Ya en alguna ocasión había visto cómo afuera de un bar había
golpeado a un sujeto hasta casi matarlo...
Lo dejó. Terminó con él y desde entonces no sabían nada el uno del
otro. Ahora que Leonardo se encuentra en la cama, sin trabajo, sin
amigos y sin dinero, se acuerda con cierta nostalgia de aquellos buenos
tiempos en los que Adriana lo cuidaba, lo acompañaba en sus tristezas,
en sus locuras, en sus éxitos. Pero ella no regresaría. El único
recuerdo que tiene es el cuadro de Rivera que cuelga de la pared
echándole en cara su torpeza.
Para qué entonces abrir los ojos si el teléfono no sonaría, si nadie lo
esperaba en ninguna parte, si en realidad no servía para trabajar, si
se aburría de las rutinas que supone la vida entera. Se aburrió de la
escuela y la dejó durante dos años. Luego se aburría de sus trabajos y
renunciaba esperanzado en que el próximo que encontrara sería el
definitivo, el mejor, el que más lo llenaría. Pero cuatro meses después
terminaba igual de aburrido. Era un vicio imparable: terminar para
recomenzar algo. Y todo sería más fácil si tuviera un plan a seguir para
después de cada trabajo, pero no era así. Dependía por completo de sus
amigos, de su suerte para poder levantarse.
“No vale la pena. ¿Para qué me esfuerzo? Las cosas saldrán. Sólo hay
que esperar una oportunidad y entonces mi vida cambiará. Sólo necesito
una oportunidad más y prometo que no la desaprovecho.
“En realidad no sé para qué estoy aquí. Creo que no sirvo para nada. Me
ha ido mal en todo lo que hago. Nadie me quiere y yo en realidad no
quiero a nadie. Creo que Adriana tenía razón cuando me decía que era muy
egoísta. Tiene razón no valgo ni el pants que llevo puesto.
“Quisiera simplemente desaparecer. Eso es lo mejor que me puede pasar
ahorita. Esfumarme del planeta. Nadie lo notaría. No le haría falta a
nadie y la vida de todos seguiría tan igual, tan como si nada.
“Pero no Leonardo, tú eres buen vendedor, ¿no te acuerdas del dinero
que llegaste a ganar el último año? Estabas forrado. Tenías tu coche, tu
novia, tu departamento de lujo. Podrías recuperar todo eso si
quisieras. Pero ¿en serio quieres?
“Creo que sería mejor terminar con esto. Estoy cansado, fastidiado de
lo mismo, de este vaivén que es mi vida, de dejarme llevar un día por el
dinero y la euforia, y al siguiente por la ira o la hueva. Dos días sin
poderme mover ni para comer...”
Leonardo entre abre el ojo derecho. Le lastima la luz reflejada por el
techo. Siente adormecido el cuerpo. Está entumido y un agudo dolor de
estómago lo aqueja. Tiene mucha hambre, pero casi está seguro de que en
el refrigerador no hay nada. Tampoco tiene las fuerzas para levantarse y
revisar.
La puerta está cerrada, pero escucha que del otro lado, en la sala,
suena el teléfono, pero no puede levantarse, no quiere...