Sin auxilio posible en esta ruta del desamor, los protagonistas buscan refugio en la redención de sus penas mostrándonos sus porqués, siempre cargados de miedos y reproches a la hora de hacer frente a la vida, su vida. Y lo hacen de una forma cercana a esa otra vida, la soñada, la deseada, que como un freno interior, alguien o uno mismo no les deja vivir. Una luna para los desdichados, de Eugene O’Neill, nos muestra en la inmensidad de la América profunda a unos corazones perdidos que andan errantes bajo la compañía de las melodías tristes de las baladas del destierro provocado por el desamor que no les deja descansar ni ser felices. La sempiterna búsqueda de la felicidad agrava la existencia de unos seres humanos que no saben ser amar y en esa lucha fratricida, acaban perdiendo la ilusión de llegar a ver cumplidos sus anhelos. La síntesis de todo ello, se plasma en una tensión dramática que quizá no alcanza la de otras obras del dramaturgo norteamericano, pero la que ahora nos ocupa, como el resto de su producción teatral, es el resultado de la búsqueda del enigma que sirve de excusa al ser humano para que el motor del mundo siga en movimiento, ya sea bajo la atenta y muda mirada de la luna o en el anonimato de la oscuridad de una barra de un bar donde poder huir de las penas bajo los efluvios de un alcohol, que en forma de whisky, es otro de los rasgos característicos de su obra y de su origen irlandés, siempre en guerra con Inglaterra.
La escenografía de Elisa Sanz cubre de una forma eficaz el gran escenario de la sala 2 del Matadero Naves del Español, donde la sinuosidad del terreno trata de reproducir una tierra empedrada y baldía como los corazones de los personajes, y ese sonido de la tierra al pisar, nos sitúa perfectamente en un enclave donde la miseria de los aparceros contrasta con su orgullo y sus aires de grandeza, mucho más visibles que los de sus ricos vecinos, y donde la casa o más bien cabaña como espacio central del mismo, juega el papel de los biombos chinos, donde la sombras dejan entrever más que los propios planos principales, y en donde las escaleras de esa humilde construcción, son el testigo de la majestuosidad de cualquier gran escalinata de Broadway. Nunca un espacio tan reducido escupió tanta grandeza tras la atenta mirada de un aluna que cambia de forma y color como la vida de los personajes, donde resalta sobre manera Mercè Pons con una fuerza expresiva que sobrecoge (¡cuánto amor y cuánta ternura!), convirtiéndola en una gran madre universal capaz de acoger en su seno todos los amores posibles (ya sean estos fraternales, platónicos o deseados), y su generosidad es de tal magnitud, que en un momento dado de la obra, es capaz de romper con la propia mentira que se ha creado alrededor de sí misma y hacia el amor. Del mismo modo, Eusebio Poncela dota a su personaje de esos matices que lo caracterizan perfectamente, entre sus viajes a través de la melancolía, su huida en forma de borrachera perpetua, y esa falta de memoria que al final le traicionará. Un elenco al que da perfecta réplica José Pedro Carrión como Phil Hogan, padre de Josie y aparcero de James Tyrone, con quien mantiene una inequívoca relación amor odio sustentada en el amor que ambos tienen por Josie. Él no lo sabe, pero esa necesidad de protegerla es el auténtico motor de su vida, que transcurre bajo los designios de la grandeza de la no menos grande Irlanda, cuna de borrachos y poetas, porque O’Neill y los personajes que crea, son eso, poetas que se transforman en corazones perdidos en las triste baladas del destierro provocado por el desamor.Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.