La última noche del año tiene algo de especial, un atisbo de promesa, un asomo de alegría ante el qué vendrá. Para muchos esa noche es sinónimo de celebración desenfrenada, yo, sin embargo, todos los 31 de diciembre no puedo evitar una sensación de vértigo, como esa cosa que te entra en el estómago en algunos ascensores cuando se elevan, como ese inútil resistirse y querer quedarse anclado a tierra cuando el avión en el que se viaja reta a la presión atmosférica al despegar. Es el miedo a la incertidumbre, esa tonta vanidad de salir a recibir el año nuevo sin saber qué nos deparará, ese mimetizarnos con la manada como si en grupo fuese más fácil asumir que el año que llega por ser nuevo ha de ser bueno. Es el miedo a esa palabra, nuevo, es el miedo a comenzar. Y sí, también es el miedo a que ese nuevo comienzo se vaya diluyendo a medida que pasan las hojas del calendario y se quede nuevamente en nada, a que en ese calendario tan solo cambie la última cifra del número de cuatro dígitos que lo encabeza, mientras sus días, los 365, siguen siendo iguales a los del año anterior, pasando inexorablemente, con precisión de relojero viejo y experto, dom, dom, dom. Eso es lo que anuncian las doce campanadas, el tiempo que pasa, el tiempo que no espera.
"...si hay algo que la vida me ha enseñado es que esperar lo que nunca ocurrirá es una muerte demasiado horrible."
La última noche del año es también la más pagana de todas las fiestas navideñas, la más frívola. Aun así a muchos les gusta darle también un ambiente familiar o aprovechar para reunir a la familia si la pasada nochebuena no ha sido propicia para ello. Amalia, protagonista de , consigue por fin esta nochevieja reunir a todos los suyos en torno a su mesa. Está nerviosa. Amalia sabe. Sabe que las familias son como las nocheviejas, mezcla de viejo y de nuevo, de querer y no poder, de poder y no querer. Sabe que su familia es como una fiesta de fin de año, algo siempre a punto de explotar, la alegría exacerbada tapando los nudos en las gargantas, las miradas acuosas y rehuyentes, el ruido tapando al silencio. Silencios, demasiados silencios que descifrar.
"Y, como un pequeño destello que ilumina apenas la oscuridad de esta zona del parque, se me ocurre de pronto que es posible que esta noche confluyan a la mesa de mamá momentos, energías y requiebros tan dispares, tan largamente reprimidos, que quizá -y solo quizá- lo que mamá lleva tanto tiempo esperando -esa noche de charlas fluidas y tiempo en calma- sea una pequeña playa a la que de pronto han de llegar los restos de varios naufragios, con sus baúles llenos de intimidades, ropa mojada y botellas con mensajes.
Y con todos su supervivientes."
Si hay algo que sabe hacer Alejandro Palomas en sus novelas es descifrar esos silencios, esos códigos que todas las familias guardan pero que son diferentes en cada una. Ese es su punto fuerte pero también es un arma de doble filo. Si se abusa de algo, si se reitera en ello, a veces se consigue el efecto contrario al buscado. Y eso en parte es lo que a mí me ha pasado con esta novela.
Amalia es una mujer cándida, maternal, llena de segundas, terceras y cuartas oportunidades para todo el que las quiera aunque no las merezca. También se hace la tonta muchas veces, porque en ocasiones es más fácil encarar a los suyos desde esa posición. Sus tres hijos vienen a cenar esta noche, y la pareja de uno de ellos. También viene su hermano, un trotamundos caradura encantador. La hija mayor es la aparentemente más fuerte, la que siempre ha ejercido de hermana mayor y en ocasiones de madre incluso de su propia madre. La hija mediana y el hijo menor (el narrador) siempre han ido por la vida más desvalidos, buscando siempre a qué o a quién aferrarse. A lo largo de la noche se suceden noticias y sorpresas, tiras y aflojas, tensiones, miradas que hablan y bocas que callan, y cariño, siempre cariño, soterrado a veces y otras más presente. El cariño incondicional de la sangre, la mano tendida, que no siempre se ve, que no llega, pero que ahí está, tan solo hace falta alargar un poco la propia para encontrarla. Y ausencias. En toda familia hay ausencias, que pesan, que duelen, que están y acompañan. Y risas. La risa como defensa, el humor como barrera.
"Y es que algunas veces pasan cosas que impactan sobre nosotros de tal modo que en un principio importan solo en sí mismas, porque tienen tanta carga y tanta dimensión humana que el cerebro solo es capaz de entenderlas como un conjunto cerrado. Luego el tiempo se encarga de mostrarnos que, a pesar de lo brutal del impacto, lo que realmente importa no es tanto el golpe como su onda expansiva, la misma que recoloca las fichas sobre el tablero de la vida y cambia el paisaje que hasta entonces creíamos inalterable."
Lo que le pasa a Palomas es que a veces se le va la mano. Agradezco el humor y lo comparto, yo misma hilo fino con la ironía en mi día a día, además es difícil que un libro me haga reír y este me ha sacado más de una sonrisa. Pero lo poco gusta y lo mucho cansa, y a veces el autor barcelonés desbarra. Amalia es magnífica en su absurdidad pero está llevada tan al límite que corre a veces el riesgo de convertirse en caricatura de sí misma. Lo mismo ocurre con las situaciones que va propiciando el autor. Está siempre al filo, al borde, haciendo equilibrismo. Ay, Palomas, menos es más.
"-Tienes los ojos como bosques alemanes.
-Como bosques alemanes -dijo-. Llenos de huecos donde nunca da el sol."
No puedo decir que este libro no me haya gustado pero tampoco puedo ser tan entusiasta en mis opiniones como lo han sido la mayoría de sus lectores. No han sido unas altas expectativas las que me han impedido disfrutar completamente de esta lectura pues suelo ser bastante cauta en estos casos, además ya conocía los desmanes de este autor. Leí hace unos meses "El tiempo que nos une" (si queréis podéis leer la reseña aquí) y ya había detectado esas 'cosillas', pero tenía por contra esos pasajes tan hermosos, esas subtramas tan maravillosas que había que leer despacio, releerlas y pararse después, que no me quedó más remedio que ser indulgente con el resto. En "Una madre", sin embargo, esas escenas se me quedan solo en bonitas, que por otra parte ya es bastante. En fin, ya veis que alguna expectativa sí que traía.
"Quiero decirle eso y muchas otras cosas: que estoy aquí, que yo también callo muchas verdades y que aunque seamos hermanos hay cosas que siguen sin sonar bien porque reflejan demasiadas cosas, demasiado territorio común, comunmente mal reparado."
Y así me he pasado esta lectura, en un sí pero no, en un no pero sí, así en parte como son las familias, ni contigo ni sin ti. Porque si algo le concedo a Palomas es ese regresarte a casa aunque no quieras, ese volver a hacerte sentir un niño chico temeroso por un lado de que los padres le descubran lo que oculta y por otro anhelante de su protección, ese volverte a dar cuerda y ponerte nuevamente en circulación, lanzarte al abismo pero a sabiendas de que si caes no será una caída sin red, que la familia siempre está ahí para sostenerte y para enviarte nuevamente a la vida, aunque sea con una sencilla frase sacada de una película ("No se puede encontrar paz evitando la vida, Leonard").
Y así en parte es este libro, como una noche de fin de año: risas, ruido tapando el silencio, alegría forzada, abrazos que envuelven y curan. También es vértigo, es volver a empezar, aunque cueste, aunque duela, porque el tiempo avanza sin nosotros, porque el tiempo no se detiene por más que nosotros sí. Eso es lo que nos enseña esta madre. Eso es lo que es este libro. Un empezar a vivir. Una mañana de año nuevo.
"Empezar a vivir de mayor duele, pero más duele no volver a hacerlo."