Hace unos días recibí a través de Facebook una invitación que rezaba así: "Homenaje a los fusilados en Badajoz el 14 de Agosto de 1936". La invitación iba acompañada de un enlace a una noticia del diario Público, encabezada con el siguiente titular: «76 años después de la matanza de Badajoz». El periodista recordaba las matanzas perpetradas por el general Yagüe en nuestra ciudad, acompañando el texto con una imagen de archivo en la que podía verse decenas de cadáveres de republicanos fusilados y amontonados en un arcén. Es habitual que el PSOE se una cada año a homenajes y actos de conmemoración de la Guerra Civil, para recordar a los ciudadanos asesinados por el bando nacional; de sobra es conocida la represión que sufrió Badajoz a manos del general Yagüe, una represión que fue menos dura, aunque no por ello inexistente, que la aplicada por el bando republicano.A este tipo de actos ya solo asisten los pocos ciudadanos que de un modo u otro fueron protagonistas directos o circunstanciales de aquella represión y militantes de partidos de izquierda que con su presencia mantienen vivo el recuerdo de aquellos sucesos. El resto de la ciudadanía se mantiene al margen de estas conmemoraciones, más aún cuando poseen, como es este caso, un carácter marcadamente ideológico y sesgado. La memoria histórica que pretenden refrescar no cierra el proceso de conciliación nacional que el conjunto de la sociedad española demanda desde hace mucho tiempo, sino que reproduce una vez más el maniqueísmo sectario, el recuento de dolor por bandos ideológicos, abriendo de nuevo la brecha atávica que sigue supurando en nuestro país y que los partidos políticos contribuyen con empecinamiento en mantener descarnada.La Historia es una disciplina independiente, que no sirve a ninguna ideología, y sí a la verdad (dinámica, en constante reconfiguración) que esconden los hechos. Su función no solo es describir acontecimientos y explicar la evolución interna de los mismos, sino también desmitificar su idealización social y desvelar la manipulación política que a menudo pretende cerrar una versión oficialista de la Historia, a mayor gloria de determinados intereses partidistas. La Historia no posee solo un valor puramente científico, que se limite a constatar hechos; también posee una función social, ya que obliga a la ciudadanía a tener una visión más global y más compleja de los hechos, alejada de los estereotipos y prejuicios con los que a menudo son adornados por los intereses creados o las inercias sociales. La Historia cuenta con la ciencia como horizonte metodológico, con los datos empíricos como soporte que corrobore, mal que nos pese, el espejo de nuestro pasado. Afirma el historiador Tony Judt en su libro póstumo, Pensar el siglo XX: «Yo no creo que desatender el pasado sea nuestro mayor riesgo; el error característico del presente es citarlo desde la ignorancia.» Y prosigue: «Una ciudadanía mejor informada es menos susceptible de que la engañen con un uso abusivo del pasado al servicio de los errores del presente.» El peligro no es tanto olvidar el pasado, sino pretender amañarlo con el fin de manipular y controlar el conocimiento del mismo. Este es la tendencia más común entre la clase política en relación a la Guerra Civil. Incluso una institución tan respetable como la Academia de la Historia no oculta su explícito sectarismo y adocenamiento ideológico. Las instituciones académicas anglófonas poseen una tradición de independencia y rigor histórico que ya quisiéramos para nosotros. En España, estamos acostumbrados con increíble docilidad a ser adoctrinados en un modelo de Historia subordinada a las versiones que a priori han diseñado las fuerzas políticas, con la intención de polarizar el voto y perpetuar la dialéctica infértil entre izquierda y derecha. Esta actitud ha impedido (y lo sigue haciendo) que exista de una vez por todas un discurso de conciliación histórica que sin dejar de iluminarnos sobre la realidad de los hechos, se aleje de esta insidiosa tendencia al cainismo y ayude a generar un consenso social. Claro que para que esto suceda, debe existir una voluntad política que lo lleve a cabo. Las instituciones públicas debieran contribuir a transmitir a las nuevas generaciones un modelo histórico unificado, un discurso consensuado de Memoria colectiva. Ahora bien, esta nueva narrativa conciliar no puede darse si las fuerzas políticas no desaprenden a utilizar la Historia como campo de operaciones para fidelizar la confianza de su electorado. Ramón Besonías Román
Hace unos días recibí a través de Facebook una invitación que rezaba así: "Homenaje a los fusilados en Badajoz el 14 de Agosto de 1936". La invitación iba acompañada de un enlace a una noticia del diario Público, encabezada con el siguiente titular: «76 años después de la matanza de Badajoz». El periodista recordaba las matanzas perpetradas por el general Yagüe en nuestra ciudad, acompañando el texto con una imagen de archivo en la que podía verse decenas de cadáveres de republicanos fusilados y amontonados en un arcén. Es habitual que el PSOE se una cada año a homenajes y actos de conmemoración de la Guerra Civil, para recordar a los ciudadanos asesinados por el bando nacional; de sobra es conocida la represión que sufrió Badajoz a manos del general Yagüe, una represión que fue menos dura, aunque no por ello inexistente, que la aplicada por el bando republicano.A este tipo de actos ya solo asisten los pocos ciudadanos que de un modo u otro fueron protagonistas directos o circunstanciales de aquella represión y militantes de partidos de izquierda que con su presencia mantienen vivo el recuerdo de aquellos sucesos. El resto de la ciudadanía se mantiene al margen de estas conmemoraciones, más aún cuando poseen, como es este caso, un carácter marcadamente ideológico y sesgado. La memoria histórica que pretenden refrescar no cierra el proceso de conciliación nacional que el conjunto de la sociedad española demanda desde hace mucho tiempo, sino que reproduce una vez más el maniqueísmo sectario, el recuento de dolor por bandos ideológicos, abriendo de nuevo la brecha atávica que sigue supurando en nuestro país y que los partidos políticos contribuyen con empecinamiento en mantener descarnada.La Historia es una disciplina independiente, que no sirve a ninguna ideología, y sí a la verdad (dinámica, en constante reconfiguración) que esconden los hechos. Su función no solo es describir acontecimientos y explicar la evolución interna de los mismos, sino también desmitificar su idealización social y desvelar la manipulación política que a menudo pretende cerrar una versión oficialista de la Historia, a mayor gloria de determinados intereses partidistas. La Historia no posee solo un valor puramente científico, que se limite a constatar hechos; también posee una función social, ya que obliga a la ciudadanía a tener una visión más global y más compleja de los hechos, alejada de los estereotipos y prejuicios con los que a menudo son adornados por los intereses creados o las inercias sociales. La Historia cuenta con la ciencia como horizonte metodológico, con los datos empíricos como soporte que corrobore, mal que nos pese, el espejo de nuestro pasado. Afirma el historiador Tony Judt en su libro póstumo, Pensar el siglo XX: «Yo no creo que desatender el pasado sea nuestro mayor riesgo; el error característico del presente es citarlo desde la ignorancia.» Y prosigue: «Una ciudadanía mejor informada es menos susceptible de que la engañen con un uso abusivo del pasado al servicio de los errores del presente.» El peligro no es tanto olvidar el pasado, sino pretender amañarlo con el fin de manipular y controlar el conocimiento del mismo. Este es la tendencia más común entre la clase política en relación a la Guerra Civil. Incluso una institución tan respetable como la Academia de la Historia no oculta su explícito sectarismo y adocenamiento ideológico. Las instituciones académicas anglófonas poseen una tradición de independencia y rigor histórico que ya quisiéramos para nosotros. En España, estamos acostumbrados con increíble docilidad a ser adoctrinados en un modelo de Historia subordinada a las versiones que a priori han diseñado las fuerzas políticas, con la intención de polarizar el voto y perpetuar la dialéctica infértil entre izquierda y derecha. Esta actitud ha impedido (y lo sigue haciendo) que exista de una vez por todas un discurso de conciliación histórica que sin dejar de iluminarnos sobre la realidad de los hechos, se aleje de esta insidiosa tendencia al cainismo y ayude a generar un consenso social. Claro que para que esto suceda, debe existir una voluntad política que lo lleve a cabo. Las instituciones públicas debieran contribuir a transmitir a las nuevas generaciones un modelo histórico unificado, un discurso consensuado de Memoria colectiva. Ahora bien, esta nueva narrativa conciliar no puede darse si las fuerzas políticas no desaprenden a utilizar la Historia como campo de operaciones para fidelizar la confianza de su electorado. Ramón Besonías Román