Encontré una foto vieja en la que salgo con mi hermano pequeño. No sé quién la hizo: debimos usar el temporizador de la cámara, o algo así, porque está hecha como el culo; vamos, completamente descuadrada. Quizá la hizo el yayo, pero lo dudo horrores.
Laura vio la foto un día y solo dijo: “Vaya mierda de foto.” No le faltaba razón, verás: mi hermano está en la esquina izquierda de la instantánea, mientras el marco de la puerta de nuestra habitación intenta robarle parte del protagonismo; yo le agarro por la cabeza y cierro la mano contra su frente, cubriéndole casi todo el pelo, muy corto y sin forma —mejor eso que a lo tazón, ojo—; él tiene la boca abierta, porque se está riendo, y los mofletes regordetes le avisan de que está volcando su ansiedad de prepúber en las chuches. Mi boca, en cambio, forma una media sonrisa extraña —nunca se me ha dado bien sonreír enseñando los piños, y ahora menos, que ya me rompieron un par—.
De vuelta con las manos, la que tengo contra su almendra se confunde con su brazo izquierdo, que sube hacia arriba y se pierde fuera del encuadrado; en cambio, por abajo, su otra mano no se ve, y la mía está delante del bolsillo delantero de su sudadera amarilla y azul, como diciéndole: ¡estás poniendo pancha, majo! Menudo niño cabrón y repelente que fui para algunas cosas.
Mi viejo yo de la foto no me gusta tanto. No solo por la tontería de la mano, que también, sino por la cara de Virgen de Móstoles que pongo. Sin expresividad, ¿sabes? Un bigotillo y la sonrisa falsa esa, el flequillo largo, que brilla por el satinado de la foto, y el ojo izquierdo entrecerrado, que es algo que me sigue pasando, y que hace que parezca que voy guiñándole el ojo a todo quisqui. Lo que más me gusta de mí en esa foto es la sudadera azul, con dos líneas marrones en el pecho, y unas franjas blancas en los brazos. Joder, ¡cómo me gustaba esa sudadera!
Pero, en realidad, miento, no como el calendario que nuestro abuelo o el azar atinó a sacar en la esquina superior derecha de la imagen —debajo se ve la colcha amarilla y un par de almohadones que cualquiera diría que diseñó Miró—, porque eso no es lo que más me gusta de esta imagen. Es febrero, y por los días de la semana sé que se trata del año 2001 —yo, catorce para quince; mi hermano, once, o ya doce: puede que fuese su cumpleaños, y ahí tendría más sentido esta imagen—. Lo bueno de esta foto es que nos la suda el encuadre, y todo aquello que no debería estar en ese cartón de diez por quince; importa la realidad que transmite, el modo en el que se construye una relación, los buenos momentos que no siempre recordamos, su risa, sincera; porque, no me jodas, él se ríe como nos reímos de verdad: con la bocota abierta y sin pensar si va a salir mejor o peor; y yo no sé en qué pensaba, pero sé que esta imagen me deja viajar a un instante irrepetible de nuestras vidas. ¿Cómo va a ser una mierda de foto? ¡Si consigue todo lo que el arte promete!
Pero a Laura no le dije nada de esto, ¿y a mi hermano?, tampoco.