Se llamaba Chabelo. Quizá no le suene el nombre, señor letrado, ya se ve que es usted de fuera, una persona refinada, y no lo imagino entre sus amistades, que las tenía, y muchas, pues era un hombre popular. Pocos habrá en Santa Bárbara que no lo hayan conocido, y no siempre por cosas buenas, todo sea dicho. Chabelo era el seudónimo que le trabaron durante la guerra y, ahora que ha llegado la paz, la gente ha seguido llamándolo así, que su nombre verdadero, el de bautizo, nunca lo dijo; tampoco es que importe mucho, ¿verdad?, eso no va a cambiar las cosas. Chabelo no era de por aquí. Según algunos era catracho, o tal vez tico, en cualquier caso, de junto al mar, pues tenía un tipo mezclado entre negro e indio, muy del Caribe, con el pelo rizado y la nariz chata. Y un corpachón enorme, macizo y fuerte como el de un toro. Ese era Chabelón, el primero para las juergas. Por eso estábamos en el panteón aquella tarde, celebrándole el novenario. Los nueve días de muerto, me refiero, que esa fue su voluntad. Nos la dijo en el velorio de los muertos del accidente, aquel que hubo en la carretera de la presa, ya pasa del año, ¿no le suena?, que fueron varios: iba la troca llena, con gente arriba, y suerte fue que se salvaran la mitad; pues nos dijo: cuando me lleve la pálida no me lloren, cuates, ni me manden a decir misas, mejor se van al panteón a correrse una buena juerga a mi salud. Y lo decía en serio. Por eso nos juntamos en el panteón, por eso y porque no hay derecho a que lo mataran como se murió. Usted dirá que es igual como se muera uno, que el caso es que el muerto, muerto está; pero no es tan simple. Mi compadre Chabelo estuvo en lo más recio de la guerra, no pudieron con él las balas ni las minas ni las varias libras de metralla que llevaba repartidas por el cuerpo, y se merecía, ¿cómo le digo?, una muerte más digna.
(Si te ha gustado, puedes leer la historia completa)