Una mujer de marrón

Por Salvaguti

Esta semana le quería dedicar mi artículo semanal al que muchos señalan como el juguete estrella de las pasadas navidades, me refiero a Casimerito, o como se quiera llamar, que nos ha llegado allende el océano, para alegría de algunas niñas, porque solo es para niñas, y desdicha de algunos padres sensatos, he dicho algunos, que la sensatez y la paternidad, con demasiada frecuencia, no van cogidas de las manos. Pero no, no lo escribo de momento, aunque prometo que lo haré, manda actualidad. En realidad, se trata de mi actualidad, la que vivo y con la que convivo, y que suele estar alejada de los Trending Topics, las portadas de los periódicos y las tertulias mañaneras. Pero a mí me atrae y me gusta infinitamente más, porque es de carne y hueso, es real, y de un modo u otro forma parte de mi vida, y puede que también de la suya. Esto que voy a contar, y que apenas duró quince segundos, sucedió el jueves de la pasada semana, cinco minutos después de las nueve de la mañana. Los autónomos tenemos miles de desventajas y carencias, para nosotros todas las penalidades caen como si fueran un chaparrón tropical y nuestro paraguas es demasiado pequeño, pero si pudiera citar una bondad de nuestro estatus laboral sería el de la flexibilidad horaria (que en realidad es una jodienda, porque al final acabas trabajando todo el día, y buena parte de la noche). Eso te permite comprar a esa hora en la que las cajas de los supermercados aún no se han convertido en una parada de taxis en una noche de sábado de feria. Taxi, he escrito la palabra taxi, con la que está cayendo (inciso). Me gusta comprar a primera hora, sí, soy uno de esos que ve como se levanta la persiana metálica, maldita puntualidad que llevo metida en el esófago, y de la que no me puedo librar.Voy al grano, pongo rectas las ruedas, centro la dirección, y les cuento la secuencia de quince segundos que tanto me impresionó el pasado jueves. Me dirigía a la caja, tras haber cogido las cuatro cosas de la lista, cuando la mujer que tenía delante, una mujer mayor, de unos setenta y cinco años, una mujer normal y corriente, toda ella vestida de marrón, en diferentes tonalidades, hizo un gesto extraño, o yo así lo consideré. Un gesto que entendí como de esconder lo que cogía de su carrito, con el único propósito de que yo no viera de qué se trataba. En cualquier caso, no estaba tratando de robar nada, no, es más, se protegió de mi mirada, pero no de la de la cajera, a la que no le escondió nada, ya que la tenía justo enfrente. Tras dos o tres movimientos incómodos, y tras mirarme de reojo, dejó caer sobre la cinta transportadora lo que no quería que viese. Se trataba de una botella de anís dulce, que colocó en la parte final de su compra. La cajera empezó a pasar los códigos de barra por el escáner, hasta que llegó a la botella de anís. La mujer, al mismo tiempo que me miraba de nuevo, le dijo a la cajera: eso no lo pases, no lo quiero. Metida toda la compra en un carrito azul, la mujer mayor vestida de marrón se fue tras pagar la cuenta. A paso ligero, sin dedicarme una última mirada en la despedida. Esta historia, que puede parecer nimia, incluso mínima, bajo su aparentemente simple superficie esconde un laberinto de siglos de desigualdad, roles adjudicados, prejuicios, conductas estereotipadas y una vida entregada y supeditada a los demás, hasta en los más pequeños detalles. Le animo a que formule las preguntas que pasaron por mi cabeza tras presenciar esa escena. ¿Si usted es un hombre, escondería la botella de anís ante la presencia de una mujer, ya fuera mayor o joven? Y viceversa, ¿si es usted una mujer, compraría la botella sin importarle mi presencia? ¿La mujer mayor de marrón, no la compró por la hora, por ser muy temprano? Y la gran pregunta, ¿si yo no hubiera estado, habría comprado la botella? Tal vez la mayoría respondamos lo mismo a estas preguntas, porque, tal vez, de un modo u otro, desde el estupor o desde la comprensión, desde el rechazo o desde la aceptación, somos conscientes de que esas expresiones aún forman parte, con demasiada naturalidad, de nuestra sociedad. Una sociedad que aún no ha digerido las leyes que nos rigen, y que, por una vez, van muy por delante de la realidad en la que habitamos. Toca hacer la digestión.