Develación de la placa en Homenaje
a Virginia Zúñiga Tristan
Era la vieja y buena sección sur de la ciudad, que creció a partir del siglo XVIII a ambos lados de la Acequia de Las Arias; pero luego, un día todas las casas decidieron pararse, una tras otra sobre el pequeño río; éste terminó corriendo oscuro y libre dentro de una espectacular construcción subterránea del año veintisiete. En ese barrio, vivía Virginia Zúñiga, allí también vivía yo, pero a la vuelta de su cuadra, sobre la avenida 18, entre las calles 5 y 7, casa 536. Fue donde la conocí, cuando tan solo contaba yo con seis años e iba a la Escolanía de la Iglesia de La Dolorosa todos los días y a misa el domingo. Un año después, diariamente, a la escuela Juan Rudín, a una cuadra al sur de lo que era la bellísima Capilla del Sagrario, destruida tiempo atrás para construir lo que es hoy el feo edificio del Banco Popular. Virginia, según recuerdo claramente, estaba siempre en su casa, metida dentro de una bata larga de seda rosada, con su cabeza llena de unos rulitos que se hacían con la cinta que sobraba al abrir las latas de leche en polvo, cintas que se cortaban cuidadosamente en pedacitos y, arrolladas en papel para el pan, servían para rizar el cabello de las damas de entonces. Así la ví por primera vez, lo que no me imaginaba era que yo me convertiría en un hijo suyo:-¡Machillo herrumbrao, pecoso! ¿Para dónde vas condenao? me decía siempre, cosa que evidentemente no me hacía nada de gracia, sobre todo eso de herrumbrao, que mi mamá luego me explicó era por el color rojizo de mi pelo y todas mis pecas. Estuve tentado a decirle algunas de las palabras que los dominicos de La Dolorosa me habían enseñado y que debían de ser muy efectivas pues ya mi papá me había dado varias palizas por ello. Sólo me contuve de hablarle en buen castellano ante la amenaza de ambos, mamá y papá, que me advertían muy serios:-“Si le decís algo a esa muchacha y ella nos da las quejas, te matamos a palos”. Todas esas cosas que Virginia decía me hacían detestarla; caminaba entonces por la acera del frente, pero ella siempre me llamaba, me gritaba bien fuerte, lo que me obligó a pasar por su acera y ser insultado cotidianamente, al menos sin que el resto del barrio se enterara. Eso pasó por mucho rato, mamá me decía que no le hiciera caso, que en algún momento ella se cansaría. Eso no fue así, yo, por mi parte aparentaba que no me importaba, pero la señora esa no cedía y no cedió nunca. Todos esos insultos me trajeron problemas en la escuela y en la casa después: Pablito, un compañerillo de la Escuela, que vivía justo al frente de Virginia, la oyó un día de tantos y llegó con el cuento a la clase. Algunos compañeros me comenzaron a decir “polaquillo herrumbrao”. Nadie me llamaba por mi verdadero nombre, que es tan bonito: de esa manera en la casa, para la familia y los amigos del barrio era y soy Popo; para los frailes Paco y Polaquillo para mis compañeros de la Escuela. Al final, cansado ya de enojarme, había optado por aceptar tanto mote; pero ya eso de polaquillo herrumbrao resultó demasiado. Decidí entonces arreglar ese problema pronto y lo hice muy, muy rápido, pero volví a casa con un tirón de orejas de la maestra, un recado en la libreta de mensajes y luego una fajeada de mi papá.Por otra parte, a casa llegaba a menudo un pariente llamado Rodrigo, a quien yo había bautizado como “Primo” porque nos decía “primos” a papá, a mamá y a mí me llamaba “Primo Pecas”. Siempre que se iba, Mamá comentaba que se le parecía mucho en la cara a Federico García Lorca. Entonces los ojos grises de mamá brillaban, y con una sonrisa toda pícara decía:
-¡Allí va el tío de Antoñito el camborio!-¡Cuidado mujer, callate! Si te oye Rodrigo, se puede resentir!, le advertía Papá.
Yo, personalmente no quería para nada a Rodrigo, porque cuando me descuidaba me alzaba y me decía:-¿Primo Pecas, alguna vez has visto las campanas de La Soledad?–¡Por supuesto! replicaba yo.-¡Pues mirá así se mueven! me volteaba y balanceaba, lo que hacía que me mareara horriblemente y se me salieran de los bolsillos todo: las canicas, los tornillos, las piedrillas, las conchas y todo lo que guardaba en ellas. Todavía hoy en los domingos de fiesta, cuando el viento sopla en dirección a mi casa, no así ya la del viejo barrio, siempre escucho las cuatro campanas y me acuerdo inevitablemente de “Primo”, del olor de su colonia un tanto dulce, de su cuento sobre las campanas con sus volteos y, que en paz descanse. Un día soleado y brillante, sentados a la mesa, Primo, papá, mamá y yo, almorzábamos todos juntos.Yo, por supuesto, hacía un gran esfuerzo para no poner los codos en la mesa y de no hacer ruido al comer: el protocolo era siempre muy estricto, y si lo quebraba, me quebraban a fajazos. Mamá entonces le comentó lo que me decía Virginia, además que le hacía ojitos a papá:-¡Ah, esa muchacha atarantada! ¡Tan bonita, tan inteligente!Fue así, de boca de Primo, cuyo verdadero nombre era Rodrigo Facio Brenes, que oí hablar, por primera vez, de Virginia Zúñiga con suma hidalguía y caballerosidad. Y cosa rara, él también le decía “muchacha” asunto que en ese entonces yo no comprendía bien del todo.Por lo que dijo Primo en esa conversación cambié un poco mi antipatía hacia ella, pues antes yo la creía medio loca. Además, Papá, cuando pasaba conmigo de la mano frente a su casa, le prodigaba siempre sus más seductoras y hermosas sonrisas. Yo sabía que a papá le gustaba Virginia, pero nunca le habló o dijo nada, al menos en presencia mía, tal vez por temor a que se lo contara a mamá.-¡Paquito!, ¡qué guapo era su papá, tan alto, tan elegante y bien vestido! ¡Yo me moría por él!-¡Doctorcita, papá era terrible, no sabe de las que se libró!Con una sonrisa toda pícara, entre dientes me dijo:-¡A la larga él fue quien se libró de mí, pero no se lo cuente a su mamá, pues me da mucha vergüenza!Yo no le conté nada a mamá, claro está. De todas maneras ella sabía todo, y le hacía mucha gracia el cuento y me decía:-Si hubiera sabido eso entonces, se lo hubiera regalado, envuelto en papel celofán rojo y con un gran lazo, a ver cuánto tiempo se lo aguantaba, y sonreía mucho. Estas anécdotas y otras tantas más sobre la vida de Virginia Zúñiga, realmente no pueden expresar más que una ínfima cosa de su persona, pues era mucha mujer, muy rica en vivencias e historias. Tenía facetas poco conocidas en este medio universitario: era increíblemente simpática, contaba chistes, cantaba y bailaba. A veces, al igual que yo, decía malas palabras también y ponía unos apodos geniales. Sus dotes histriónicas le permitían imitar a las personas muy bien. Se reía mucho como la niña que siempre fue. Yo entendía que me debía tener mucha confianza, porque ese tipo de cosas no se las dejaba ver o conocer a nadie. Por otro lado, en su momento y cuando era necesario se convertía en mujer de armas tomar. Siempre fue muy activa e interesada en la política, en especial durante la contienda del 48, período del cual se cuentan múltiples anécdotas. Por eso era liberacionista de muerte y figuerista también.Por eso hoy no puedo hablar aquí sólo de la mujer académica que muchos conocieron, seria y elizabetana bastante gritona que fue, sino de la persona humana, de la que conocí desde muy niño y que me molestaba tanto.Ya adolescente, un día en que yo estaba, cerca de la casa de Virginia, en animada conversación con varias muchachas del Colegio Superior de Señoritas, una de las cuales, Zeidy, era mi novia, pelirroja de ojos verdes, con dos grandes trenzas, algo así como una versión joven de Deborah Kerr, la famosa artista del cine, según recuerdo muy claramente.De pronto apareció Virginia y para llamar la atención, me habló en voz alta y fuerte: -¡Machillo, herrumbrao pecoso! ¡Condenao! ¿Qué te pasó hombree? ¿Dónde te metiste vos? ¡Hace ya rato que no te veo ni pasás por el frente de mi casa! ¿Dónde te escondiste, bandido?Como ya no asistía a la Escuela Juan Rudín sino al Liceo de Costa Rica, adolescente además, podía transitar por la calle que yo quisiera y no la más segura y por la que me obligaban a transitar mis padres camino a la escuela o a la iglesia.De momento me quedé silencioso, sin atinar a decir nada, entonces Virginia me espetó de nuevo:-¡Mirá! ¿Qué es eso? ¡Ya no sos ni herrumbrado ni tenés pecas! ¿Qué te pasó condenao? ¿Y esa machilla herrumbrada tan bonita?¡ Qué buena yunta hace con vos, bandidoote!Mi cara se encendió como un semáforo en rojo de la vergüenza ante semejante observación. Zeidy más inteligente y calmada permaneció en silencio, sólo me tomó de la mano y mostró su espectacular sonrisa y sus ojos verdes le brillaron intensamente; entonces yo, lleno de rabia, en medio de todo, sólo atiné a contestarle:-¡Fue el cloro del agua de la pila del Liceo que me desherrumbró, muchacha!Tanto mi respuesta como la actitud calmada de Zeidy aparentemente molestaron a Virginia que habló fuertemente: -¡Malcriado, mulo condenao! ¡No me digás muchacha. Yo soy la Doctora Zúñiga, la Niña Virginia . . . !Entonces todos nos reímos mucho, mucho. Por largos meses, eso de mulo condenao, nos hizo mucha gracia a todos y cuando Zeidy se enojaba conmigo me decía: -“¡Condenao, mulo herrumbrao!” Eso me hacía reír mucho y también a ella. La Doctora permaneció un buen rato total silencio, como pensando, pero era evidente que le costaba demasiado darse por vencida. Entonces habló de nuevo, pero esta vez usó un tono irónico, artimañas de vieja:-¡Ah bandido! ¡Con que tenés novia, condenao! ¡Pero no le veo ningún “dedillo amarrao”a la machilla esa! ¿No me digás que no le has regalao ni un anillillo de oropel? ¡Pinche más grande. . .! Yo sudaba y quería que me la tierra se abriera y me tragara, de la vergüenza que me estaba haciendo pasar Virginia, pero Zeidy, sonriendo mucho salvó la situación: cogió con sus dedos una bellísima medalla de la Virgen de los Ángeles que colgaba de un grueso cordón de oro, y la movió de un lado a otro de la cadena, sin decir palabra alguna.Virginia titubeó tan sólo un instante:-¡Ay bandido más botao! Así me gusta machillo, hay que ser mano suelta y con buen gusto, porque no hay nada más feo un novio puño cerrado con las mujeres! Dio media vuelta y con rápidos pasitos cortos se dirigió hacia su casa, tan sólo a media cuadra. Justo antes de entrar me volvió a ver con ojos de chiquilla traviesa, y con una sonrisa pícara por haber hecho su buena gran travesura del día. Así era la mujer. . .Yo me sentía aún peor, ya que me puso en evidencia delante de todos: el cordón de oro y la medalla eran de la mamá de Zeidy, la suegra. ¡Jamás se me ha olvidado ese momento! De allí en adelante ya no volví a ver a Virginia por mucho tiempo, hasta mi época de la universidad.¿Qué le pasó a Virginia Zúñiga que la hizo tan diferente de las otras mujeres de su época? -Si lo analizamos desde la perspectiva de la Gilbert y Gubbard, diríamos que optó por amarrar la loca en el desván y salir a hacer de las suyas, aunque algunos de sus detractores han dicho en ocasiones, que la loca se le escapaba con mucha frecuencia, pero eso fue siempre una aseveración falsa y totalmente miope, amén de mezquina.Graduada del Colegio Superior de Señoritas, aprendió mecanografía y contabilidad en el Liceo de Costa Rica, cuando éste fue abierto para las mujeres a partir del año 24 hasta el 31. Aprendió bien pues siempre fue una mecanógrafa muy veloz. Estudió en la Escuela Normal de Heredia y es de allí de donde proviene eso de la Niña Virginia: se sentía orgullosa de ser precisamente una maestra. Ahora, de acuerdo con los lineamientos de la época ser maestra de escuela o profesora de colegio, era a lo más que podía aspirar una mujer de su generación. Virginia, sin embargo, fue aún más allá y ese definitivamente fue su pecado.Estudió cosas importantes: en Estados Unidos hizo cursos de inglés, del que llegó a tener un dominio excepcional, no así su fuerte acento. Obtuvo una maestría en música en la Universidad de Kentucky y posteriormente un Doctorado en Letras, en la Universidad de Tulane, con énfasis en literatura inglesa y lenguas germánicas. Hizo cursos en lenguas extranjeras y se comunicaba con fluidez en francés, portugués brasileño, alemán e italiano. Estudió en París y otras partes. Viajó profusamente por todo el mundo también, sus anécdotas en el gran Bazar de Estambul y en la Catedral de Colonia, son memorables. Todas estos logros suyos y en tan pocos años, en un momento determinado del devenir propio de la sociedad costarricense, donde las mujeres estaban en franca y abrupta inferioridad con respecto al hombre, puso a Virginia en un nivel superior a muchos hombres de su época y de todas las mujeres, en especial de las del barrio. Hoy resulta risible lo que esas damas del vecindario comentaban, algo así como: que Angela Acuña Brown, no debía servir, porque:-“¡Dónde se ha visto eso de una mujer abogado. Eso es para hombres!”
La misma suerte corrió la Doctora Cameron, de la Clínica Bíblica:-“¿A quién se le ocure una mujer médico? Esa gringa no debe de servir para nada, eso es una profesión para hombres. ¡Yo ni loca me dejaría tocar o examinar por una mujer!” Ese fue el mismo pecado de Virginia: haber estudiado tanto y fuera del país, ser una Doctora y lo más grave, no ir a trabajar a un hospital. . . Virginia en el mundo de su vida privada era demasiado pulcra, lectora consumada, amante ferviente de Shakespeare, de Víctor Hugo, dama fina que gustaba mucho de las buenas joyas, tenía muchas. Su perfume era Shalimar de Guerlain, la fragancia clásica de las tigresas, sobre todo las artistas del cine de exquisita talla como Vivien Leigh, su alter ego. Le encantaban además las porcelanas finas, tenía una colección de todas partes del mundo traída por ella misma; amaba los muebles de corte antiguo, por supuesto la gran música, la que entendía y conocía muy bien por sus estudios y su propia sensibilidad. Muchas veces coincidimos en la tienda de Coronado y Compañía, en la Avenida Central, en el corazón de San José, donde nuestra común amiga, la bella y exquisita Eufemia, encargada de la sección de los discos, nos avisaba cuando tenían nuevas remesas de música clásica, procedentes de Alemania y Estados Unidos. Nos decía Eufemia:-“Apúrense pues mañana viene el doctor Antonio Rodríguez Ortiz”. Eso significaba que don Antonio se llevaba la mayor y mejor parte de los discos. Durante un tiempo, yo, por compromiso y con gran disgusto le prestaba mis discos a Virginia, siempre fui muy egoísta con eso de prestar mis discos, así los protegía de las malas agujas de otros tocadiscos. Hoy todavía están en perfecto estado y puedo disfrutarlos. En relación con Virginia, un día opté por no prestárselos más, pues luego no me los quería devolver, y con una amplia y cínica sonrisa sólo se ofrecía a prestarme mis propias grabaciones. Ella tenía mucho dinero, yo era tan solo un muchachillo pobre, lo sigo siendo todavía, supongo. Entonces le buscaba mil excusas y le decía que los tenía mi hermano en su casa, o algún amigo de los que se reunían a escuchar música conmigo.-¡Mentiroso vos, Alejandro en puño! ¿Por qué no me querés prestar ya tus discos? –Yo te los cuido mucho, y en mis manos están más seguros y cuidados que si los tenés vos y si se los prestás a ese montón de manganzones y manganzonas que te rodean siempre...Yo me mantenía en total silencio y no entendía nada de nada. . . Al final se dio por vencida. Por otra parte, ya en su vida personal la Doctora era sumamente versátil: sabía además cocinar exquisitamente, cosía y bordaba con la pericia de las monjas de clausura. Ella misma bordó los gobelinos con que mandó tapizar sus sillones Luis XV. En una ocasión hasta hizo dos banderas, una de la República y otra de la Universidad, pues Lenguas Modernas no tenía los pendones para unas fiestas académicas. Asimismo, se sabía heredera de una tradición familiar rica, su tío abuelo, decía ella, fue el maestro de obras que construyó el Teatro Nacional, a donde ella siempre iba desde niña junto a su tía Anita. Se sentía muy orgullosa, además, de que su abuela, doña Práxedes Fernández, había osado retar a todos los liberales de finales del siglo XIX, cuando ya se había expulsado de Costa Rica, desde el Obispo Thiel, hasta el último jesuita, fraile o monja. Ella, doña Práxedes, trajo un fraile dominico, también expulsado de Guatemala por idénticas razones, para que se encargara de la capillita que ella había decidido arreglar: La Dolorosa, que estaba frente a su casa. Nadie en la Costa Rica de entonces se atrevió a decir nada por lo que había hecho doña Práxedes por temor a contradecir a don Mauro Fernández, su hermano y también tío abuelo de Virginia, el paladín intelectual y físico del movimiento anticlerical liberal. El mismo don Mauro, no osó contradecir a su hermana: comentaba tras bastidores, que mientras sólo fuese un fraile no había problema alguno, pero si le llenaba esa iglesia de hombres con faldas blancas largas, se la iba a ver con él. Eso nunca pasó, claro está, y cuando doña Práxedes murió allí estaba don Mauro, contra todos sus principios, en el funeral, de pie, arrecostado a una de las columnas que sostienen el coro y el gran órgano tubular. Virginia se sabía la dueña y señora absoluta de todos esos recuerdos familiares. A mí me causaba mucha risa verla algunas veces, cuando se quería poner difícil y pretendía impresionar a alguien, se declaraba abiertamente anticlerical consumada. Eso fue de los dientes para afuera: era amiguísima de varios de los frailes dominicos, que la visitaban y se querían mucho además. Virginia Zúñiga era todo eso y más, pero tenía un punto álgido: tenía una verdadera naturaleza frágil, delicada: había sido una niña consentida y amada. Temía, por lo tanto ser maltratada. Por eso mismo generó una muralla de protección ante todos. Se tornó a veces muy tirana y exigente, pero en esencia nunca fue mala.
Hace ya más de cuarenta años, Virginia fue parte del profesorado de la Facultad de Ciencias y Letras, en el Departamento de Filología, Sección de Idiomas. En 1961, gracias a su concurso, se inaugura el Quinto año de la carrera de inglés, o sea la Licenciatura en Literatura. El 7 de diciembre de 1963, esa misma Sección de Idiomas, pasa a ser el Departamento de Lenguas Modernas, independiente ya del Departamento de Filología.
Cuando llegó a su fin el período de la dirección de don René Van Huffel, belga y maestro de francés del Liceo de Costa Rica, que había dejado el viejo y Benemérito colegio para integrarse a esa antigua Sección de Idiomas. Virginia asume entonces la Dirección del Departamento. Se abocó inmediatamente a reconstruir todo: bajo su férula organizó la Secretaría en su totalidad, todavía recuerdo cuanto trabajé junto a ella y cómo me exigía, a veces yo trabaja hasta los domingos, en especial en época de presupuesto. Debido a eso y ante la protesta de los adminstrativos, le comenté un día, tal vez torpemente de mi parte, en un día en que no andaba de muy buen humor:
-¡Doctora, usted está ya tan difícil y exigente ya que se asemeja a una jefe de galeotes!
-¿Quéee? ¡Malcriado, pecoso, condenao! Vos sos un carajillo todavía y aguantás eso y más, así que nada de quejarse nadie ¡con todo el gran carajo! A trabajar todos manganzones arriaos, vagabundos! Se volvió entonces visiblemente molesta y con sus nudillos golpeó el tabique que separaba la oficina suya de la Secretaría.-¿Qué carajos pasa allí, no oigo las máquinas?
-¡Chucu, chucu chuco chu! sonaban al unísono las máquinas de escribir de la Secretaría, y sin chistar todos a trabajar, había hablado la Jefa. La otra máquina, la de ella, sonaba al doble de velocidad de las de los tres amanuenses.-¡Andate vos a tu oficina, pues todavía hay mucho que hacer, son las 4:45 y todavía no nos vamos! ¡Andá, andá!
Me clavaba en el pecho el dedo índice de su bonita y enjoyada mano.
-¡Andá y arreglate ese mechero, parecés un loco, y el nudo de la corbata, lo tenés torcido, descuidado! ¡Andá, andá! ¡Andate de aquí hippie herrumbrao!... Eran los años setenta simplemente. . .
-Doctora, yo tengo clase de 1001 a las 5 pm, así que ya me voy para el aula.
-¡Bueno, pero ándate de una caraja vez, que tengo mucho que hacer! ¡Qué juventud la de ahora! ¡Qué ropas, qué pelos y qué fachas! ¡Dios mío hacia dónde vamos!
-¡Gracias a Dios, mi oficina, está aparte y lejos de esta, una semanas más así, y salgo amarrado en ambulancia para el Chapuí. ¡Pobrecitos los administrativos! pensaba yo de camino a mi oficina.
Lo interesante es que Lenguas Modernas todavía hoy en el 2003, en un noventa por ciento de su administración sigue, en su trabajo, los lineamientos que dejó entonces la Doctora. Tiempo después pidió a los profesores que se abocaran a redactar los programas de los cursos. No se repartían entonces a los alumnos, pero, resumidos estaban todos en un Catálogo de la Facultad de Ciencias y Letras, muy completo, según recuerdo. Estructuró y le dio un mejor apoyo a la Licenciatura en Literatura y en un momento dado ésta tuvo una pléyade de excelente doctores, todos queridísimos por nosotros, antaño sus alumnos, ogaño los viejillos que quedamos todavía por aquí. Durante su administración, el departamento pasó a ser Escuela y a integrar la nueva Facultad de Letras. En 1975 fundó y dirigió la Revista de Artes y Letras Káñina. Desde entonces tuvo sueño que nunca vería realizarse: consolidar la Biblioteca de la Facultad de Letras: pensaba que algún día le iban a construir un magnífico edificio, templo que albergara todos los libros ya existentes, los que ella le heredaría y los que vendrían día con día. Sería el orgullo de todos. Supongo que en un futuro lejano tal vez eso será una realidad. En cuanto a los menesteres propios de la Escuela, quiso también que se instaurara un de maestría y Doctorado en literatura en esta Escuela, pero el tiempo cronológico de ella, y el desenvolvimiento propio del acontecer universitario el momento, no se lo permitieron: murió con esas ganas. Era una mujer que iba más allá de la coyuntura académica que se vivía entonces.
Su vida, además de la academia, se extendió a otras muchas actividades: escribió asiduamente en muchas revistas y periódicos tanto de la Universidad como del país. Fue miembro de la Junta Directiva del Teatro Nacional, los Archivos Nacionales, recibió las Palmas Académicas de Francia, y otras muchas menciones honoríficas, escribió varios libros y fue galardonada con premios nacionales. La Escuela de Lenguas Modernas también y en su momento la hizo su Profesora Emérita: fue el honor mayor que pudo tener en la vida y en la soledad de su casa lloró de la emoción por muchos días, pero me pidió que no se lo contara a nadie. Consciente de su rico pasado quiso todavía rescatar muchos otros valores pero ya no pudo; le pasó lo mismo que a Tita, el personaje principal de la novela Como agua para chocolate, como ella, Virginia consumió muy rápido todos su cerillos y murió. Murió sola, como mueren muchos grandes, pero con un corazón que amó mucho y que a su vez le deparó el cariño, respeto y agradecimiento de tantos. Ella feneció en diciembre del 96, año que he denominado mi particular annus horribilis, porque se murió una gran cantidad de gente muy amada de mi familia, mi madre incluida. Tiempo atrás del año 96, Virginia se había vuelto ya sumamente necrófila. Cuando me dio el pésame en el funeral de mi mamá, me abrazó llorando y me dijo:-“¡Pobrecito Paquito, mi machito herrumbrao y pecoso!”
No pude evitar, en medio de tanto dolor, sentir un golpe en el pecho: lo de pecoso herrumbao no era burla, era cariño, o al menos se había tornado en eso. Siete meses después, el 24 de diciembre a las quince horas estábamos en su propio funeral. Muy coherente con su línea de pensamiento y con lo aséptica que era, pidió que la cremaran. Tiempo después del duelo de mi madre, insistentemente me comenzó a llamar por teléfono y me preguntaba siempre lo mismo una y otra vez, quería, por ejemplo, saber cuántas campanas tenía la torre de La Dolorosa, a lo que yo con gran paciencia le replicaba una y otra vez también:-Cuatro Doctorcita, pero las más grandes, en tonos de sol y re, que se llaman Rosario e Imelda, son las más lindas y tienen un bello canto.
Le explicaba aún más:-Son difíciles de tocar, porque no tienen melena y el badajo está suelto en lugar de estar fijo al cuerpo de la campana. Otra cosa, hay que ser experto campanero, como yo, Doctorcita, para dominarlo bien, porque pesa mucho, si se quiere repicar o doblar bien... Antes que se le ocurriera pedirme que la llevara a verlas, me adelantaba y le decía: -Un dato importante, Doctora, no se debe tener miedo a las alturas, pues allí uno está a muchos metros en el aire y el viento golpea muy fuerte.
Ella rompía el silencio y decía:-¡No me diga! ¡Qué miedo! ¡Qué interesante, no sabía nada de eso!-Pero lo que de verdad quiero yo Paquito, es que como a mi abuelita Práxedes, el día que me muera las hagan doblar todo el día y me hagan también una misa de revestidos con catafalco.
Para animarla, entonces yo le acotaba: -Doctorcita, ya no se usa ni el catafalco ni la misa de revestidos. Cuando usted muera y eso será dentro de muuchos años, si estoy vivo, allí le haremos algo bonito y le prometo doblar por usted yo mismo.
Tras un silencio que se hacía eterno, me respondía: -No crea mijito, eso de morirme será más pronto de lo que vos te imaginás. Ya estoy muy vieja, me siento muy cansada y además me quiero morir ya. Gracias de todos modos Paquito, pero no se olvide de lo que me prometió. -No, Doctorcita, sólo pídale a Dios que el muerto no sea yo, antes que usted.
Se reía tristemente y decía entre dientes: -Muchacho tonto, si vos sos un niño todavía...-¡Niño todavía! pensaba yo, si ya me estoy acercando a los cincuenta. ¡lo que es la perspectiva de los viejos. . .!
Su funeral no fue en La Dolorosa sino en la Iglesia de Las Ánimas, o como se llame ahora. Sentí tristeza y remordimiento porque sus deseos no se cumplieron. No podía hacer nada, pues sus deudos dispusieron otra cosa. Pero muchos días después fui a La Dolorosa, pedí permiso al prior del convento, y durante una mañana brillante, semejante a las que hacía cuando yo era niño y entonces el sol no me cegaba y después de más de veinte y tantos años de no subir y poner un pie en esa torre hueca y en absoluto silencio, que sólo es interrumpido por el tic tac del gran reloj, hice que Imelda y Rosario doblaran a muerte. Las pobres campanas tenían ya mucho tiempo de estar muy silenciosas y frías, muertas también, pero del aburrimiento, en el silencio y la soledad en ese gran campario que ya nadie visita. Los dominicos siempre guardaron particular aprecio a doña Práxedes primero y luego a la Doctorcita, fueron, en cierta medida, las matronas de la Iglesia y del futuro convento.
El día del funeral de la Doctora sucedió algo que me impresionó profundamente: quise verla por última vez, me la esperaba encontrar elegantísimamente vestida y con una cruz o un rosario de plata entre sus dedos. Mi sorpresa fue verla dentro de una batita rosada, su color favorito, toda cuidadosamente bordada por las manos de su madre, un arte que ya las mujeres de hoy no practican. Entre sus manos no tenía ni cruz ni rosario de plata alguno, sino su muñeco de trapo negro de cuando era niña. Ese día se cerró un círculo y de golpe comprendí por primera vez bien a Virginia Zúñiga Tristán. Ese día, 24 de diciembre, pude hacer algo que no había podido realizar en todo el año: llorar un poco. Tiempo después terminé de hacerlo, profusamente y medio ensordecido, cuando tenía los mecates de las campanas entre mis manos: yo, más viejo y totalmente desacostumbrado ya a la altura, me estremecía de miedo por el vértigo y el golpe fuerte del viento de enero que me empujaba hacia adelante, al hueco inmenso de la escalera. Además mientras tiraba con fuerza para hacer doblar a Imelda y a Rosario, fue en ese instante que me sentí como si flotara, como si viviera una clara epifanía Joycena, semejante la que, en duermevela, experimenta Gabriel Conroy, el personaje principal del cuento “Los muertos” de James Joyce, en su habitación del Gresham Hotel de Dublín. Me percaté entonces que lloraba y doblaba con gran vigor a muerte, pero no sólo por Virginia, sino particularmente por mí mismo, por mi juventud tan feliz ya ida también, así como por mis otros deudos fenecidos en ese largo y sombrío año.
Supe así todo, de una manera extraña, de un golpe seco y sordo. Percibí además en el trasfondo de esa experiencia, que las lenguas de hierro nunca habían cantado con tan bella música, ellas, tal vez agradecidas de que alguien las hacía cantar tan hermosamente. Imelda y Rosario, tan sólo unas décadas más viejas que la Doctora, eran frutos del genio de desconocidos orfebres, ya todos muertos también, empleados otrora de los talleres del Ferrocarril al Pacífico, donde habían sido fundidas mucho tiempo atrás. No sé si es coincidencia, pero el papá de la Doctora era un empleado importante en el Ferrocarril.
Debo decir que Virginia Zúñiga Tristán fue toda una aristócrata y una oligarca. Eso sí debemos entender la acepción de estos términos, no como se acostumbra, sino con el especial sentido que les da el maravilloso Hermann Hesse, cuando escribe en una carta sobre su libro El juego de abalorios, en 1935, y reza: Una aristocracia propiamente dicha no debe ser el orden del espíritu en la vida; la aristocracia se basa en la herencia, y el espíritu no se hereda materialmente. En su lugar, todo buen orden de la vida intelectual constituye una oligarquía de los hombres de espíritu más elevado, con apertura de todas las posibilidades de formación para los mejor dotados.
Así fue en realidad Virginia Zúñiga, así la quiero recordar siempre, con su amplio conocimiento e información, su alegría de niña grande y malcriada, también como una madre más, como otro ícono junto a las figuras tan impresionantes de mi madre Adelaida y mi tía Marina. Ella, Virginia, extrañamente y a su pesar fue siempre humilde: nunca la escuché a lo largo de los últimos treinta años de su vida, que pasé muy cerca de ella, hacer alarde de conocimiento alguno. Bien dicen las señoras que saben de eso de la teoría del género que:-“La mujer que sabe, esa es definitivamente la mujer que puede”.
Pasados casi siete años de su muerte, en el 2003, un día de tantos se me ocurrió conversar con algunos buenos amigos míos de la Escuela de Lenguas Modernas: Alder, el Jefe, Emilita, Alexander, Rocío, Martica y otros por allí. Algunos de ellos no la conocieron, otros fueron hijos adoptivos también, otros, implemente amigos o conocidos, de Virginia. Juntos todos logramos que la Escuela, para los días antes de la Navidad, pusiera el nombre de Virginia en algún lugar visible. Creímos que debía de estar inscripto en una pared, y escogimos entonces una bien linda, la del balcón del tercer piso, frente al gran vestíbulo de ese templo de la palabra, la Facultad de Letras y escribimos en dorados bronces:
VIRGINIA ZÚÑIGA TRISTÁN, Ph. D.
LA ESCUELA DE LENGUAS MODERNAS AGRADECIDA, 2003
De esta manera las generaciones futuras no olvidarán a Niña Virginia, que tanto hizo por nuestra academia. Como se puede fácilmente comprender, para hablar de Virginia Zúñiga Tristán, necesariamente, tengo que hablar de muchas de las mis experiencias de mi vida, una friolera de más de cincuenta años. Todo dio inicio allá, en el viejo y hoy día ruinoso barrio de El Laberinto para terminar intra muros, en la Escuela de Lenguas Modernas y la Facultad de Letras. De alguna manera mucho de todas esas experiencias de vida estuvieron relacionadas y devinieron alrededor de la persona de la vieja doctora Zúñiga, la Niña Virginia. Asimismo ahora también se puede comprender claramente por qué ella me quiso tanto.
Mucho tiempo después, en el mes de marzo siguiente, es decir ya en el 2004, en uno de tantos días, alguien tocaba insistentemente el timbre de mi casa. Yo no quería abrir, porque pensé que era gente de esas que andan predicando, vendiendo helados, edredones, artículos para la casa, “que si le hago el zacate”, “ vea mi tata, regáleme dos tejitas, es que la piedra subió mucho de precio” etc. Sin embargo ante tal insistencia, no tuve más remedio que tomar las llaves y abrir la puerta y luego el portón. Mi sorpresa fue mucha y me quedé perplejo, helado sin atinar a comprender nada, porque allí estaba la Doctorcita, luciendo mejor que nunca y sobre todo muy bien vestida y maquillada, y con su inconfundible “Shalimar” y, como soplaba fuerte el viento y hacía frío, tenía puesta sobre sus hombros su inconfundible capita de lana roja sobre sus hombros, la cual creo, había comprado en Quito, tiempo atrás, en uno de sus últimos viajes a Sudamérica. Enfrente de la casa, en la calle, estaba también su Opel amarillo, impecablemente limpio, como siempre. De momento pensé que todo estaba pasando en un sueño, me pellizqué y me dolió mucho. ¡Esto es realidad, Dios mío que cosa más rara!
-¡Condenado pecoso, por qué no me abrías la puerta, carajo!
-Doctorcita, no sabía que era usted, debió llamarme por teléfono primero, así la hubiera esperado con alfombra roja.
-¡No seás payaso! ¡Alfombra roja en esta acera tan sucia! ¡Sí, claro, alfombra roja . . .! ¡Vacilame vos!
-Hacete a un lado para que estos señores entren una cosa que te traigo . . .
En ese momento vino a mi mente la frase que pronuncia el aviador-narrador del Principito:-“Quand le mystère est trop impressionant, on n’ose pas désobeir” Como un tonto, sin pensar nada, me hice a un lado, y sólo atiné a decirle! :-Doctorcita ¿Qué es lo que me trae?...-¡Quítate, hácete a un lado, espérate preguntón!¡Dame campo, condenao...
Entonces subió rápidamente la grada de mi casa y detrás de ella venían dos señores de mediana edad, muy serios, vestidos en unos monos de khaki, seguro de alguna empresa de mudanzas, que cargaban un reloj de péndulo, que por un momento creí era el de su casa.
-Doctorcita, ¿no es ese el reloj de péndulo de su casa?
-No muchacho, es uno muy parecido, este es más alto y pesa mucho más. ¿Dónde lo ponemos?
-No sé...tal vez en la salita que está antes de la entrada de la biblioteca... no sé... -Ayúdeme usted también a encontrarle un sitio adecuado.
-¡Hacete a un lado inútil. Aquí señores, pónganlo en el suelo con mucho cuidado!
-¡Santísima! Si este chunche me suena el carrillón cada quince minutos más el constante tic-tac del péndulo no me va a dejar dormir nunca! ¡Pucha, pero qué bonito que está! ¡Ni modo! ¡Qué pura vida, un sueño hecho realidad! Niña Virginia, ¿A qué se debe este regalo tan espectacular?
-Idiay muchacho. No ves que me morí sin darme tiempo a dejarte el reloj de mi casa que tanto te gustaba.
Como yo no entendía ya nada de lo que sucedía, ni siquiera por un instante quise elucubrar sobre lo que sucedía, sólo me dejé llevar y seguir la corriente. Le acoté entonces: -No importa Doctorcita, eso no tiene importancia. Lo que vale aquí realmente es que usted esté bien y, claro, yo también.
-¡No mijito, no señor, eso así no está bien! ¿Cómo crees vos que me siento yo de feliz y agradecida al ver esas letras doradas con mi nombre en la pared de la Facultad? Mirá muchacho, he llorado de felicidad mucho más que cuando me hicieron Profesora Emérita.
-¡Ay Doctorcita! Si todo fue con mucho cariño y agradecimiento. No tenía que molestarse!
-¡Bueno, con todo el carajo, confitero pecoso! ¿Te gusta o no te gusta el bendito reloj?
-¡Por supuesto, Doctorcita! Está lindísimo, más que pura vida, muchas gracias... Dios me la bendiga...
-Entonces si es así, vos disfrútalo mucho. No te explico nada, ya que si sabías poner a funcionar el de mi casa, este no te dará problemas, pues en el mecanismo es igual. Te va a hacer un poquillo de ruido al principio, pero uno rápido se acostumbra, a mí me pasó eso con el mío. Te dejo, no puedo quedarme a tomar un buen whiskey con vos, porque me están esperando, hasta dejé el motor encendido. ¡Adiós señores, muchas gracias por traerme el chunche ese sano y salvo! Abrió su cartera y sacó seis billetes nuevos de cien colones, y les dio tres a cada uno. (-¡Qué botada está la Jefa hoy, y con lo agarrada que es con la plata, ha cambiado definitivamente! ¡¨Qué raro sacó billetes de cien colones y esos ya no valen, será que la Doctorcita no se ha dado cuenta, ¡pucha enredo!, pensé). Los señores le agradecieron el dinero, me miraron con cara inexpesiva, toda desabrida y, discretamente se retiraron, caminaron en dirección oeste y como la acera dobla junto antes de la casa vecina, ya no los vi más.
-¡Condenao, pecoso herrumbrado! Mirá vos, sabés, te ves guapo con ese color de pelo, te parecés a tu papá, que era tan guapo, pero mucho más que vos. ¡Carajo, pero cómo cuesta quedar bien con tu’alma! ¡Puñetero muchacho!
-No, Doctorcita, usted sabe que yo no soy interesado, además me da mucha pena eso de que se moleste por mí.
-¡No jodás, me vas a rodar a mí, con estos años, já! ¡Te conozco desde que eras un mierdoso!
Se volvió, me dio un beso y con paso rápido y firme salió de mi casa, se montó en su carro y se perdió en la distancia. Como siempre, atarantada y medio loca para manejar, espero no atropelle a nadie, y lo peor, anda sin cinturón de seguridad, me decía a mí mismo, mientras su carro velozmente se perdia en la autopista, en dirección del Zapote.
Me volví entonces y cerré el portón con llave y, feliz, me dirgí al interior de la casa, para ver tocar y travesear mi nuevo gran reloj de péndulo tan bonito. ¡Pucha! ¡Cuán bien se ve en medio de los otros muebles!... pensé.
En ese momento, el frío silencio de mi casa lo rompió abruptamente una canción de Paloma San Basilio a gran volumen y una voz que decía a la vez: ¡Radio Mil! La radio despertadora me recordaba que eran las cinco y treinta de la mañana, momento ya de levantarme, tenía clases a las ocho de la mañana en la Universidad. Sin pensarlo dos veces me incorporé y, medio azurumbado, salí rápido de mi habitación, sólo quería ver y tocar una vez más mi nuevo reloj. La salita de mi casa, la que da justo a la entrada de la biblioteca, en la semi penumbra se sentía muy fría, muy sola, todo olía muy limpio y estaba en perfecto orden, sólo que mi nuevo reloj de péndulo, no se veía por ninguna parte...
-Oh Doctorcita, las cosas que todavía me hace, ni muerta se cansa, de vacilarme. ¡Bendito sea Dios! me dije a mí mismo camino a la cocina de la casa a prepararme el desayuno. ¡De esta vez sí me fregó la vieja! ¡Ni modo, que el Señor la bendiga y la bendiga y la tenga en paz ya, de una vez por todas en su santa gloria!
Publicado con permiso de el autor en La Coleccionista de Espejos