Ya he comentado en alguna otra ocasión que recuerdo muy bien –o por lo menos bastante bien- mi relación con los libros durante mi infancia.
Recuerdo, por ejemplo, que en mi casa había algunos libros que me llamaban la atención especialmente, que me atraían por algún motivo.
Normalmente era porque no entendía el título. Lo leía y releía, pero no sabía lo que significaba. Es lo que me ocurría, por ejemplo, con El fenómeno humano de Teilhard de Chardin. Bueno, en este caso es que ni siquera estaba segura de qué era eso de Teilhard de Chardin.Otros me atraían porque me daban miedo, como Rojo y negro, de Stendhal. Era un libro de tapa blanda, con el fondo verdoso y una ilustración de una especie de cara doble, o una cara y una máscara… La cuestión es que aunque me daba miedo -o precisamente por eso- con frecuencia iba yo al mueble en el que estaba el libro, lo cogía y lo miraba de refilón, sin atreverme a observarlo abiertamente, pero sin poder eludir tampoco la atracción extraña que ejercía en mí.Cabe decir que siempre conservé la curiosidad por aquel libro, y que después, de mayor, lo leí y me gustó muchísimo, aunque no fuera de miedo.Y otro que también me daba miedo, y pena, era una novela que se llamaba, si no me equivoco, El naufrago del espacio, y en cuya portada se veía un astronauta cabizbajo, caminando, o flotando, por el cosmos. Y yo me imaginaba al pobre hombre, allí, solo, en la inmensidad del universo, triste y abandonado a su suerte. Me daba escalofríos, y, efectivamente, iba una y otra vez a mirar la cubierta de aquel libro.Ese no he llegado a leerlo, pero ahora creo que debía de tratarse de la novela de Gustave Le Rouge.Esta sensación de atracción y emoción que me producían ciertos libros la experimenté también con aquel libro de cuentos de Poe que había en casa de unos familiares y que hoy día guardo yo como un tesoro.Pero aparte de los libros de la familia, recuerdo los que fueron mis primeros libros, míos de mi propiedad.
Y estoy casi segura de que estos primeros-primeros libros fueron unos cuentos de hadas que formaban una pequeña colección. Ya sé que no tiene mucho mérito acordarse de que unos cuentos de hadas fueran los primeros libros de una niña, pero es que me acuerdo perfectamente de esos libros en concreto. Estaban encuadernados en tapa dura, de tamaño cuartilla, tenían poco grosor, y las portadas tenían unas hadas o princesas, blancas, de vaporosos vestidos y larga melena, sobre fondos azules y turquesa.Y recuerdo también que cada cuento empezaba hacia la mitad de la primera página, y la primera letra era de esas grandes, de arabescos, esas que a veces es difícil reconocer y que son tradicionales en los “Érase una vez…”Recuerdo que los leía, o por lo menos los miraba, frecuentemente, y no me cuesta ningún esfuerzo verme a mí misma, sentada en el sofá de casa, pasando las páginas de esos libros una y otra vez. Lo de manosear los libros siempre se me dio bien, la verdad.
También me acuerdo de varios clásicos infantiles, como Mujercitas, de Louisa May Alcott, que leí varias veces, y La pequeña Dorrit, de Dickens, que fue un regalo de mis tíos. Era una edición en tapa dura, tonos rojos, y con la imagen de una niña con unos manguitos de pieles. Y sé que junto con este me regalaron otro también de Dickens, aunque no recuerdo cuál. Lo que si recuerdo es que esos no los leí. Quizá porque me parecían muy tristes, o quizá porque yo era en realidad una niña más de acción que de reflexión, inquieta y saltimbanqui.
Pero faltaba poco para el momento en que descubriría definitivamente los auténticos misterios y placeres de las historias encuadernadas, tema que volveré a tratar más adelante, como diría John Self*.*John Self es el protagonista de Dinero, de Martin Amis.