Una noche en los Inválidos: Pedro J, la Revolución y el ejercicio del poder

Publicado el 13 noviembre 2014 por Percival Manglano @pmanglano

El Palacio de los Inválidos en París fue mandado construir como albergue para militares retirados por una persona que a los cinco años era ya rey de Francia. Hoy alberga la tumba de un militar que a los cinco años no era más que el hijo de un notable local de una isla mediterránea comprada por Francia a la República de Génova hacía escasos años. Que Napoleón Bonaparte se convirtiese en Emperador de los Franceses y rivalizase en gloria histórica con Luís XIV es, aparentemente, evidencia de uno de los principales logros de la Revolución Francesa: el cambio radical en los criterios de selección de los líderes políticos. Aunque, pensándolo bien, quizá no lo sea tanto como parece.

En una de las salas de este Palacio de los Inválidos –la sala Turenne, llamada así en honor del mariscal de Luis XIV- presentó ayer Pedro J. Ramírez la traducción al francés de su libro “El Primer Naufragio” (Le Coup d’État en francés). La sala es muy larga -de unos 60 metros- y relativamente estrecha. Está decorada con frescos militares. Es fácil imaginarse las hileras de camas con soldados convalecientes que la poblaron durante la mayor parte de su historia. Ayer, en cambio, hubo unas 200 sillas en agrupación compacta para sentar a los asistentes –franceses y españoles- que participaron en la presentación y posterior cóctel (sí, en Francia aún hay cócteles después de las presentaciones de libros).

Algunos de los asistentes fueron de postín. Destacaron entre ellos el expresidente de la República Valéry Giscard d’Estaing (88 años muy bien llevados; yo no comparto, eso sí, el entusiasmo de Pedro J por su figura ni mucho menos creo que sea un referente liberal); el intelectual Bernard Henri-Lévy (camisa blanca abierta hasta cerca del ombligo, pelo canoso enlacado…), el embajador de España en Francia Ramón de Miguel, una bandera francesa conocida como Agatha Ruiz de la Prada y Cruella de Vil (sí, sí, prometo que estuvo: yo la vi con mis propios ojos).

Foto: Pancho Saula

De entre los invitados menos conocidos destacó uno que vino con un perro en una bolsa. Tuvo la delicadeza, todo hay que decirlo, de dejar al perro en el ropero: lo sacó de la bolsa y lo dejó en brazos de la joven encargada. El perro parecía feliz. Otra persona vino con un bebé de escasos meses. Optó, con gran acierto, por no dejarlo en el ropero (la encargada bastante tenía ya con el perro) y cargó con él en brazos durante todo el acto. El bebé también parecía feliz.

Pero bueno, más allá de perros y bebés, aquí estamos para hablar del libro de Pedro J. Éste es un relato de los cinco meses que transcurrieron entre la ejecución de Luis XVI en enero de 1793 y el golpe de Estado perpetrado por los Jacobinos entre el 31 de mayo y el 2 de junio. Fue el primer golpe de Estado de la historia contra una asamblea de representantes elegidos por sufragio universal (aunque sólo de hombres). La audaz minoría liderada por Robespierre, Marat y Danton se impuso entonces a una mayoría desorganizada y tomó el poder. El Terror revolucionario –que costó la vida a más de 100.000 personas- se profundizó tras su toma de poder y no terminó hasta la ejecución de Robespierre en julio de 1794.

El historiador francés Patrice Guennifey, un especialista en Napoleón, hizo de introductor del libro. Discrepó con Pedro J sobre el momento exacto en el que los revolucionarios franceses comenzaron a traicionar a la Revolución y destruyeron las instituciones democráticas que ésta había traído. En su opinión, la gran traición ocurrió más bien el 10 de agosto de 1792 cuando una insurrección parisina hizo caer la monarquía constitucional y dio pie a las masacres de miles de opositores en septiembre. En palabras de Guennifey, su discrepancia se debe a que “Pedro J está más a la izquierda que yo”. Poco se imagina Guennifey que Pedro J es hoy acusado de ser de “extrema derecha” por defender la aplicación de la Ley en toda España.

En todo caso, una de las claves de la Revolución -que siempre acaba devorando a sus hijos- está relacionada, precisamente, con la selección de los líderes. Si una de las preguntas básicas de la ciencia política es “¿quién manda aquí?”, los revolucionarios tienen muy claro que el que mandó tradicionalmente ya no debe mandar y que los que deben ahora mandar son ellos.

El problema es que la concepción del poder del revolucionario es física, estática, casi orgánica. El poder se ejerce, se ostenta, se acopia. El objetivo es quitárselo al que lo tiene y, una vez adquirido, no soltarlo. Todos los medios están sometidos al fin de la obtención del poder. Por eso les es tan fácil caer en la violencia (¡El cielo se toma al asalto!). Quitar el poder es algo asimilable a quitarle a alguien algo que le pertenece (así se lo quitaron los revolucionarios franceses a Luis XVI). En consecuencia, la amenaza de perder el poder o de verlo limitado es considerado como una agresión y como tal debe ser rechazada. A término, el Terror es la consecuencia inevitable de toda Revolución. El libro de Pedro J es un caso práctico de cómo, paso a paso, la Revolución Francesa devino en dictadura y Terror.

La concepción opuesta del poder es la que lo considera como un proceso. El poder es algo que quema, que corrompe. El poder no se define tanto por su capacidad para hacer el bien, sino, sobre todo, por el de hacer el mal. El poder es usado por algunos para coaccionar, humillar, oprimir, despojar e, incluso, para matar a otros. Por ello, debe ser manejado por un corto espacio de tiempo y soltado cuanto antes. La clave no es ejercer el poder, ni, por supuesto, concentrarlo. La clave es circularlo y, por ello mismo, diseñar un proceso que lo haga circular lo mejor posible. El poder tiene tendencia a estancarse, corrompiendo tanto a los que lo ejercen como a aquellos sobre los que es ejercido. Evitando que se estanque, traspasándolo, se asegurará el bienestar ciudadano.

Pedro J, inspirado por Benedetto Croce (Toda la historia es historia contemporánea)  y por Marc Bloch (Quien quiera conocer el pasado, que estudie arqueología; quien quiera conocer el presente, que estudie historia), relacionó su libro con Podemos y con sus aspiraciones revolucionarias guiadas por un mesías salvador. Es bien sabido que Pablo Iglesias considera que la guillotina es la madre de la democracia. Pero la emergencia de Podemos, como la llegada de la Revolución Francesa, no se debe tanto a sus virtudes cuanto a los defectos de los que ejercieron el poder en años anteriores. Defectos que se pueden resumir en una crisis económica crónica, una deuda pública galopante, la corrupción, la falta de rendición de cuentas políticas y la ausencia de circulación de élites.

En este último punto insistió Pedro J. Lo hizo denunciando la actual partitocracia española. El poder en España está casi monopolizado por unas estructuras burocráticas más preocupadas por controlarlo que por circularlo. El error histórico que podría cometer España ahora es dar el poder a unos revolucionarios que tienen la misma concepción del poder –si no peor- que los partidos que denuncian. Cuando Podemos habla de “democratizar” la economía o de “controlar” los medios de comunicación, se refiere a intervenirlos desde el poder, es decir, a aumentar el poder de los poderosos que dirigen el Estado sobre la sociedad. Lo público no es de todos: es del Estado. Confundir Estado y sociedad es el primer paso hacia el totalitarismo. Podemos, al igual que Robespierre, Danton y Marat hace más de 200 años, aspira a sustituir y a restringir a “la casta”, no a acabar con ella.

Para de verdad acabar con la partitocracia, Podemos debería tener la segunda concepción del poder descrita anteriormente (cosa imposible dada la ideología marxista de sus líderes). Esto implicaría desconcentrar poder del Estado, dividir sus poderes más profundamente y separar a los partidos políticos del Estado, en particular, a través de su financiación privada (es decir, voluntaria). O, por tomar otro ejemplo sonoro, cuando Podemos amenaza con no pagar la deuda pública, lo que está proponiendo implícitamente es otorgar al Estado –y a los políticos que lo dirigen- un mayor poder discrecional para decidir a su guisa qué es deuda legítima y qué no; la forma de solucionar el problema de la deuda sin dar más al poder al Estado sería limitando sus gastos, es decir, sus ansias por continuar endeudándose.

El problema de la selección de élites dirigentes en España, pues, no se solucionará el día que tomen el poder unas personas con el pelo largo. Los precedentes históricos de la Revolución Francesa planteados por Pedro J (o los actuales en Latinoamérica), apuntan a que, si esto ocurriese, lo único que habría cambiado sería el criterio ideológico para su selección. Pero el acaparamiento de poder continuaría y, con él, la cooptación de nuevos líderes por los existentes. La clave para tener líderes más transparentes y responsables es que asuman que el poder es un elemento radioactivo que debe circular con celeridad.

Termino con el ejemplo con el que arrancaba este post. Luis XIV y Napoleón se diferenciaron en sus distintos orígenes. Pero, una vez tomaron el poder (en circunstancias muy distintas sin duda; uno por herencia, otro por sus dotes militares), el proceso de selección de las élites dirigentes francesas fue el mismo, dominada por la cercanía al poder. Por ello mismo, no debe sorprender que el edificio para inválidos construido por Luis XIV haya acabado “tragándose” al provinciano Napoleón y exponiéndolo para la posteridad, un poco como hace el Hotel Overlook con Jack Torrance en El Resplandor.