Llegué al aeropuerto de Barajas al mediodía, después de más de doce horas de vuelo en las que casi no había pegado un ojo. En el transcurso de esa tarde, me reuní con dos amigos y hablé por teléfono con los demás para decirles que me encontraba bien, pero que estaba muy cansado como para salir a cenar, que prefería quedarme en el hotel a dormir hasta el día siguiente para reponerme de las molestias del cambio de horario. Sin embargo, la verdad era que estaba cerrándose mi primer día en Madrid y no quería que nadie me lo arruinara con sus ínfulas de guía turístico, así que rechacé las muchas e insistentes invitaciones para ir a tal o cual lugar. Quería recorrer las calles al azar y sin compañía, andar un poco perdido, ya que esa es la mejor forma de conocer una ciudad. En definitiva, estaba de vacaciones y era una noche muy agradable de primavera tardía, no tenía demasiados motivos para preocuparme.Más para cumplir con el trámite que por verdadera hambre, cené algo rápido en el restaurante del hotel y salí entusiasmado a la calle, iba de muy buen humor, con los auriculares de mi tablet enterrados en los oídos, escuchando a Manolo García para ponerme a tono. Más adelante supe que el músico era barcelonés, pero qué embromar, estaba en España y todo me sonaba bastante parecido. Después de caminar en la misma dirección por varias cuadras, noté que estaba adentrándome en una zona poco concurrida, así que -asaetado por esa paranoia justificada de sudamericano- decidí cambiar de rumbo y buscar un lugar más transitado. Doblé en la primera esquina y me encontré con una callejuela de empedrado y mal iluminada en la que había una larga fila de señoritas que ofrecían sus servicios. No es que me asombrara ver aquello, toda gran ciudad tiene -más o menos autorizada- una zona roja, pero me llamó la atención que no pasasen autos por el lugar, sino que los clientes circularan a pie, en nutrida procesión, y que se detuvieran un largo rato frente a estas vendedoras de placer para evaluarlas como si fueran objetos inanimados en la vidriera de una tienda. Llevado por esa peculiar curiosidad de extranjero, me metí en la fila de los compradores y comencé a andar. Después de recorrer unos cincuenta metros, me di cuenta de que también había varios hombres en oferta, y no es ésta una referencia denigrante hacia los travestis, quiero decir que había hombres en actitud de -y vestidos como- hombres. En un principio, pensé que podía tratarse de sodomitas, postulantes a sexo grupal, voyeuristas pasivos o alguna de las tantas variantes del denominado tercer sexo, pero enseguida descubrí mi error al ver que, delante y detrás de mí, venían también mezcladas algunas mujeres buscando un partenaire con el cual satisfacer su lujuria. Eso sí que me pareció novedoso, ya que en Argentina la prostitución masculina se practica en lugares y de maneras muy diferentes.No sé si fue debido a mi habitual distracción o porque alguien me empujó, pero de repente me hallé dentro del grupo de los que se vendían. Ocurrió todo tan rápido que cuando quise decir “ah” una mujer ya estaba arrastrándome hacia ella de la solapa. No me quejé ni opuse resistencia -no entiendo por qué-, pero justo en el momento en que me disponía a explicarle que yo estaba allí por error, agarró a otro tipo y entonces me contuve de hablar, por el simple hecho de saber en qué terminaría todo aquello. El otro elegido era un muchacho más joven que yo, de aspecto ingenuo y con una sonrisa bobalicona atravesándole el rostro; estaba enfundado en una gabardina beige y llevaba en las manos un libro de filosofía, según alcancé a leer. Debe ser ésa su estrategia de venta, pensé, representar el papel de muchachito intelectual y de buenos modales. Lo cierto es que tampoco protesté por su inclusión.Ninguno de los dos decía nada, apenas nos mirábamos de reojo mientras caminábamos a unos pasos por detrás de nuestra dueña, envueltos en un silencio tenso. La tipa nos condujo hasta una pensión decrépita que quedaba a unas cuadras del lugar donde nos había levantado. Al entrar, se dirigió hacia la recepción, intercambió algunas palabras con el conserje -quien se veía tan ruinoso como el albergue- y le arrojó un puñado de euros sobre el mostrador. El hombre recibió el dinero con un gruñido que tanto podía indicar disconformidad como aceptación, a la vez que -con una sacudida de cabeza- nos indicaba qué rumbo seguir por el corredor. Me pareció que el viejo nos miraba con indignación, por lo que, avergonzado, bajé la cabeza.Ya dentro del cuarto, mi colega sacó una petaca plateada del bolsillo interno de la gabardina y se sirvió un poco de whisky en uno de los tres vasos que había en la mesilla de noche. Después de apurar el contenido, dejó el recipiente dando un golpe seco sobre la madera. Como no quería sentirme menos, tomé la petaca, me serví una buena medida de whisky, la bebí de un solo trago y luego arrojé el vaso contra el piso, haciéndolo añicos. Me pareció que mi versión era más teatral, más impresionante, aunque ninguno de los dos acusó recibo de la bravuconada. Fue en ese momento que comencé a preguntarme qué demonios iría a suceder en aquella habitación de pensión, pregunta nada obvia para mí, ya que había entrado en el juego por inercia… o eso creía.Aunque no vaya a profundizar demasiado en los detalles, debo decir que la labor la comenzó mi colega. Se deshizo de su gabardina y comenzó a quitarle la ropa a la mujer, mientras la besaba en la boca y le acariciaba el cuerpo. Luego la tendió en la cama (como un vestido de novia, blanco, delicado y exánime, pensé) y se le subió encima. Urgido por la necesidad de hacer algo, me acerqué a ella y -no sin cierta dificultad- le toqué un codo, los costados del abdomen, los tobillos, un hombro y así, siempre orientado por estas partes anodinas que mi compañero había descartado. Harto de parecer una hiena temerosa que intentaba birlar un bocado, levanté al tipejo del hombro y lo tiré hacia atrás. Aparatosamente, agarré otro vaso y lo arrojé por la ventana -en la calle se escuchó el estallido de los vidrios y un insulto incomprensible-, luego le entregué la gabardina hecha un bollo, lo llevé hasta la puerta y lo empujé, diciéndole: “joder, mándate a mudar de aquí, capullo”. La frase me salió así, de manera natural y espontánea, seguramente la habría leído en algún libro de traducción española, de esos que abundan en mi país.El muchacho salió de la habitación clavándome una mirada en la que advertí una mezcla de cobardía, tristeza y encono. La mujer sólo insinuó un gesto de fastidio, pero enseguida me extendió los brazos para que yo me hundiera allí, en el lugar que había quedado vacante, como si nada hubiera sucedido. Lo que siguió, prefiero reservármelo, sólo destaco que fue intenso y placentero.Una vez terminada mi tarea -no sé de qué otra forma llamarla-, tuve la certeza de que no había realizado todo aquello a disgusto, muy por el contrario, comprendí que la situación me había atraído desde el principio y que esa mujer me había excitado cuando me arrastró de la solapa. Su piel pálida me gustaba, su olor acre me inflamaba, su frialdad me instigaba, pero ella no parecía ver nada especial en mí, en todo momento se mostró lejana e indiferente. Me sorprendió cuando -después de acallada su excitación y debido a mi andanada de palabras obscenas y a mi acento marcadamente porteño- me preguntó si era argentino. “Viste, che, terminaste haciendo el amor con un sudaca”, le dije con un ligero tono de reproche. Pero ella no se mostró enfadada, al contrario, soltó una risita sincera y -poco a poco- comenzó a hablar. Sentados en la cama, tapados a medias con las sábanas y mientras bebíamos de la boca de la misma botella de Font Vella, me contó que era arquitecta, que hacía cinco años que estaba casada, que tenía una hija pequeña y que ese día estaba con prisa porque tenía que llevarla al…-¡La hora, coño!- gritó el conserje desde el otro lado, aporreando la puerta. Inflado de odio, me catapulté de la cama y le arrojé el último vaso sin importarme lo que pudiera pasar. Nos echaron, por supuesto.Cuando salimos a la calle, ya había clareado, así que pude observar a mi amante con mayor detenimiento. No pasaba de los treinta y cinco años, era delgada y muy bien parecida, tal vez un poco baja. El cabello rubio y lacio le llegaba hasta los hombros, tenía el rostro anguloso y unos grandes ojos oscuros, resaltados por las ojeras, llevaba un vestido colorido y con rayas horizontales que le acentuaban más su escasa estatura. Lo cierto es que yo la veía hermosa, como la mujer con la que tanto había soñado. Todas las sensaciones que fui recogiendo durante la noche -y que aún estaban frescas en mi piel-, parecieron adquirir un nuevo color. Supe, en ese momento, que me había enamorando de ella, por lo que traté de iniciar una conversación bajo cualquier pretexto para que continuásemos juntos, pero la mina me cortó en seco con un: “venga, tío, que yo tengo mi vida y tú la tuya, hala”. Entonces metió cien euros en el bolsillo superior de mi saco y se alejó rápidamente, sin despedirse. Me quedé quieto, mirándola cómo se alejaba y doblaba en la esquina. Resignado y tratando de sobrellevar el frío externo e interno, metí las manos en los bolsillos del pantalón y comencé a caminar en sentido contrario. Habré hecho apenas diez pasos cuando escuché su grito.-Oye, tú… mira quién está aquí, dice que le devuelvas el libro, ¡ja, ja, ja!-. Llevaba al tipo de la gabardina agarrado del hombro como si fuera un muñeco de peluche gigante.No me había dado cuenta, pero antes de salir del cuarto había tomado su libro y lo llevaba conmigo. Disgustado por lo maquinal de mi acción, miré la tapa con desprecio y leí: Historia de la Filosofía Alemana. No me explico por qué, pero en ese instante sentí que crecía un odio enorme dentro de mí y que tenía que descargarlo, así que tomé impulso y arrojé el libro con todas mis fuerzas directo a la cabeza del imbécil de la gabardina, quien -con un ademán no muy masculino- levantó los brazos para protegerse el rostro. Después dio unos pasos hacia atrás para escapar, pero se tropezó y cayó sobre la acera. La Filosofía Alemana acabó en el bordillo, profanada con agua podrida. No conforme, todavía ensayé un amago pendenciero de ir a buscarlo, pero me frené y -haciéndole un corte de manga- le grité:-Y que te den por el culo, cabrón- usando otra frase que, seguramente, también habría leído de alguna traducción española.
Llegué al aeropuerto de Barajas al mediodía, después de más de doce horas de vuelo en las que casi no había pegado un ojo. En el transcurso de esa tarde, me reuní con dos amigos y hablé por teléfono con los demás para decirles que me encontraba bien, pero que estaba muy cansado como para salir a cenar, que prefería quedarme en el hotel a dormir hasta el día siguiente para reponerme de las molestias del cambio de horario. Sin embargo, la verdad era que estaba cerrándose mi primer día en Madrid y no quería que nadie me lo arruinara con sus ínfulas de guía turístico, así que rechacé las muchas e insistentes invitaciones para ir a tal o cual lugar. Quería recorrer las calles al azar y sin compañía, andar un poco perdido, ya que esa es la mejor forma de conocer una ciudad. En definitiva, estaba de vacaciones y era una noche muy agradable de primavera tardía, no tenía demasiados motivos para preocuparme.Más para cumplir con el trámite que por verdadera hambre, cené algo rápido en el restaurante del hotel y salí entusiasmado a la calle, iba de muy buen humor, con los auriculares de mi tablet enterrados en los oídos, escuchando a Manolo García para ponerme a tono. Más adelante supe que el músico era barcelonés, pero qué embromar, estaba en España y todo me sonaba bastante parecido. Después de caminar en la misma dirección por varias cuadras, noté que estaba adentrándome en una zona poco concurrida, así que -asaetado por esa paranoia justificada de sudamericano- decidí cambiar de rumbo y buscar un lugar más transitado. Doblé en la primera esquina y me encontré con una callejuela de empedrado y mal iluminada en la que había una larga fila de señoritas que ofrecían sus servicios. No es que me asombrara ver aquello, toda gran ciudad tiene -más o menos autorizada- una zona roja, pero me llamó la atención que no pasasen autos por el lugar, sino que los clientes circularan a pie, en nutrida procesión, y que se detuvieran un largo rato frente a estas vendedoras de placer para evaluarlas como si fueran objetos inanimados en la vidriera de una tienda. Llevado por esa peculiar curiosidad de extranjero, me metí en la fila de los compradores y comencé a andar. Después de recorrer unos cincuenta metros, me di cuenta de que también había varios hombres en oferta, y no es ésta una referencia denigrante hacia los travestis, quiero decir que había hombres en actitud de -y vestidos como- hombres. En un principio, pensé que podía tratarse de sodomitas, postulantes a sexo grupal, voyeuristas pasivos o alguna de las tantas variantes del denominado tercer sexo, pero enseguida descubrí mi error al ver que, delante y detrás de mí, venían también mezcladas algunas mujeres buscando un partenaire con el cual satisfacer su lujuria. Eso sí que me pareció novedoso, ya que en Argentina la prostitución masculina se practica en lugares y de maneras muy diferentes.No sé si fue debido a mi habitual distracción o porque alguien me empujó, pero de repente me hallé dentro del grupo de los que se vendían. Ocurrió todo tan rápido que cuando quise decir “ah” una mujer ya estaba arrastrándome hacia ella de la solapa. No me quejé ni opuse resistencia -no entiendo por qué-, pero justo en el momento en que me disponía a explicarle que yo estaba allí por error, agarró a otro tipo y entonces me contuve de hablar, por el simple hecho de saber en qué terminaría todo aquello. El otro elegido era un muchacho más joven que yo, de aspecto ingenuo y con una sonrisa bobalicona atravesándole el rostro; estaba enfundado en una gabardina beige y llevaba en las manos un libro de filosofía, según alcancé a leer. Debe ser ésa su estrategia de venta, pensé, representar el papel de muchachito intelectual y de buenos modales. Lo cierto es que tampoco protesté por su inclusión.Ninguno de los dos decía nada, apenas nos mirábamos de reojo mientras caminábamos a unos pasos por detrás de nuestra dueña, envueltos en un silencio tenso. La tipa nos condujo hasta una pensión decrépita que quedaba a unas cuadras del lugar donde nos había levantado. Al entrar, se dirigió hacia la recepción, intercambió algunas palabras con el conserje -quien se veía tan ruinoso como el albergue- y le arrojó un puñado de euros sobre el mostrador. El hombre recibió el dinero con un gruñido que tanto podía indicar disconformidad como aceptación, a la vez que -con una sacudida de cabeza- nos indicaba qué rumbo seguir por el corredor. Me pareció que el viejo nos miraba con indignación, por lo que, avergonzado, bajé la cabeza.Ya dentro del cuarto, mi colega sacó una petaca plateada del bolsillo interno de la gabardina y se sirvió un poco de whisky en uno de los tres vasos que había en la mesilla de noche. Después de apurar el contenido, dejó el recipiente dando un golpe seco sobre la madera. Como no quería sentirme menos, tomé la petaca, me serví una buena medida de whisky, la bebí de un solo trago y luego arrojé el vaso contra el piso, haciéndolo añicos. Me pareció que mi versión era más teatral, más impresionante, aunque ninguno de los dos acusó recibo de la bravuconada. Fue en ese momento que comencé a preguntarme qué demonios iría a suceder en aquella habitación de pensión, pregunta nada obvia para mí, ya que había entrado en el juego por inercia… o eso creía.Aunque no vaya a profundizar demasiado en los detalles, debo decir que la labor la comenzó mi colega. Se deshizo de su gabardina y comenzó a quitarle la ropa a la mujer, mientras la besaba en la boca y le acariciaba el cuerpo. Luego la tendió en la cama (como un vestido de novia, blanco, delicado y exánime, pensé) y se le subió encima. Urgido por la necesidad de hacer algo, me acerqué a ella y -no sin cierta dificultad- le toqué un codo, los costados del abdomen, los tobillos, un hombro y así, siempre orientado por estas partes anodinas que mi compañero había descartado. Harto de parecer una hiena temerosa que intentaba birlar un bocado, levanté al tipejo del hombro y lo tiré hacia atrás. Aparatosamente, agarré otro vaso y lo arrojé por la ventana -en la calle se escuchó el estallido de los vidrios y un insulto incomprensible-, luego le entregué la gabardina hecha un bollo, lo llevé hasta la puerta y lo empujé, diciéndole: “joder, mándate a mudar de aquí, capullo”. La frase me salió así, de manera natural y espontánea, seguramente la habría leído en algún libro de traducción española, de esos que abundan en mi país.El muchacho salió de la habitación clavándome una mirada en la que advertí una mezcla de cobardía, tristeza y encono. La mujer sólo insinuó un gesto de fastidio, pero enseguida me extendió los brazos para que yo me hundiera allí, en el lugar que había quedado vacante, como si nada hubiera sucedido. Lo que siguió, prefiero reservármelo, sólo destaco que fue intenso y placentero.Una vez terminada mi tarea -no sé de qué otra forma llamarla-, tuve la certeza de que no había realizado todo aquello a disgusto, muy por el contrario, comprendí que la situación me había atraído desde el principio y que esa mujer me había excitado cuando me arrastró de la solapa. Su piel pálida me gustaba, su olor acre me inflamaba, su frialdad me instigaba, pero ella no parecía ver nada especial en mí, en todo momento se mostró lejana e indiferente. Me sorprendió cuando -después de acallada su excitación y debido a mi andanada de palabras obscenas y a mi acento marcadamente porteño- me preguntó si era argentino. “Viste, che, terminaste haciendo el amor con un sudaca”, le dije con un ligero tono de reproche. Pero ella no se mostró enfadada, al contrario, soltó una risita sincera y -poco a poco- comenzó a hablar. Sentados en la cama, tapados a medias con las sábanas y mientras bebíamos de la boca de la misma botella de Font Vella, me contó que era arquitecta, que hacía cinco años que estaba casada, que tenía una hija pequeña y que ese día estaba con prisa porque tenía que llevarla al…-¡La hora, coño!- gritó el conserje desde el otro lado, aporreando la puerta. Inflado de odio, me catapulté de la cama y le arrojé el último vaso sin importarme lo que pudiera pasar. Nos echaron, por supuesto.Cuando salimos a la calle, ya había clareado, así que pude observar a mi amante con mayor detenimiento. No pasaba de los treinta y cinco años, era delgada y muy bien parecida, tal vez un poco baja. El cabello rubio y lacio le llegaba hasta los hombros, tenía el rostro anguloso y unos grandes ojos oscuros, resaltados por las ojeras, llevaba un vestido colorido y con rayas horizontales que le acentuaban más su escasa estatura. Lo cierto es que yo la veía hermosa, como la mujer con la que tanto había soñado. Todas las sensaciones que fui recogiendo durante la noche -y que aún estaban frescas en mi piel-, parecieron adquirir un nuevo color. Supe, en ese momento, que me había enamorando de ella, por lo que traté de iniciar una conversación bajo cualquier pretexto para que continuásemos juntos, pero la mina me cortó en seco con un: “venga, tío, que yo tengo mi vida y tú la tuya, hala”. Entonces metió cien euros en el bolsillo superior de mi saco y se alejó rápidamente, sin despedirse. Me quedé quieto, mirándola cómo se alejaba y doblaba en la esquina. Resignado y tratando de sobrellevar el frío externo e interno, metí las manos en los bolsillos del pantalón y comencé a caminar en sentido contrario. Habré hecho apenas diez pasos cuando escuché su grito.-Oye, tú… mira quién está aquí, dice que le devuelvas el libro, ¡ja, ja, ja!-. Llevaba al tipo de la gabardina agarrado del hombro como si fuera un muñeco de peluche gigante.No me había dado cuenta, pero antes de salir del cuarto había tomado su libro y lo llevaba conmigo. Disgustado por lo maquinal de mi acción, miré la tapa con desprecio y leí: Historia de la Filosofía Alemana. No me explico por qué, pero en ese instante sentí que crecía un odio enorme dentro de mí y que tenía que descargarlo, así que tomé impulso y arrojé el libro con todas mis fuerzas directo a la cabeza del imbécil de la gabardina, quien -con un ademán no muy masculino- levantó los brazos para protegerse el rostro. Después dio unos pasos hacia atrás para escapar, pero se tropezó y cayó sobre la acera. La Filosofía Alemana acabó en el bordillo, profanada con agua podrida. No conforme, todavía ensayé un amago pendenciero de ir a buscarlo, pero me frené y -haciéndole un corte de manga- le grité:-Y que te den por el culo, cabrón- usando otra frase que, seguramente, también habría leído de alguna traducción española.