Creo que no he encontrado mejor lugar para leer que un parque o una parada de autobús o una terraza en un bar. En casa, en cambio, a poco que me pongo a leer, si alguna distracción interviene, pierdo un poco el hilo de las cosas y se violenta el acto íntimo de la lectura. En todos esos sitios, por paradójico que parezca, adquiero un blindaje absoluto, una especie de malla contra el ruido, que consigue que incluso lea con más ahínco y me integre con mayor eficacia en lo leído. Cuando estudiaba sucedía justamente lo mismo. Cualquier sitio era mejor que el adoptado en casa, cualquier novedad era bien tratada. A veces he pensado que uno lee impelido por circunstancias que se escapan al criterio de la razón. Ese acto, el salir de esta realidad e ingresar en la que formula el libro, siendo mágico como es, no obedece a las normas tradicionales, desoye cualquier evidencia de taxonomía y se deja querer, y cómo, por el instinto, por la pasión. Lee uno como si afuera de lo leído nada lo circundara. Como si hubiese un yo que lee al que nada le podemos decir del otro yo, del que hace el resto de las cosas y va a sus asuntos, pasea las calles o trabaja de lunes a viernes. Me fascina la idea de que haya un desdoble, por decirlo de alguna manera. Que idílicamente una de las partes resultantes no sepa que la otra existe. Habría por ahí un emilio obtenido de todos los libros que ha leído. Estaría el emilio de Julio Verne y el de Augusto Monterroso, el emilio que supervisó los muertos de Patricia Highsmith y el que se embelesó con el Padre Brown del bueno de Chesterton. Que de algún modo, secreto y sublime, por supuesto, todavía persiste esa realidad impostada, libresca, en la que discurro sin que ninguna otra circunstancia me revele de ese oficio maravilloso. Que cada trama de cada novela que cae en mis manos va construyendo ese cosmos y lo va puliendo hasta que adquiere justamente la prestancia y el volumen que yo deseo. No sabe uno cómo es el cosmos que los libros le han ido regalando. Si es una obra enteramente propia o si ni siquiera se posee una parte pequeña en su autoría. Tengo cientos de muertos en mi memoria. Alojo amores platóncos, amores delincuetes y amores teologicos. Todo lo que he visto permanece ahí adentro, contándome el mundo que lo que veo no ha sabido contarme, mostrando los fragmentos para que yo los recomponga, dejándose contaminar un poco por lo que yo le digo y por lo que no entiendo.