Qué complicado tratar de observar el mundo cómo si lo miráramos por primera vez. Y sin embargo, estoy cada día más persuadido de que es un esfuerzo que merece la pena.
Cuando explicaba en mi entrada anterior mi renuncia a ejercer una inteligencia dominadora de la realidad, no sabía que me días después me toparía con el concepto de filosofía no dual o advatia (estas cosas me pasan a menudo). En realidad, es un concepto que lleva tiempo persiguiéndome de un modo u otro pero que va tomando cada vez mayor importancia en esta nueva reescritura de la realidad que estoy llevando a cabo.
Si nos paramos a pensar… estamos perdidos. Qué complejo resulta que nuestro mejor aliado para el discernimiento termine transformándose en el mayor obstáculo para la evolución.
Todos fuimos niños algún día. Un niño es un devorador de realidades. Da gusto con ellos: todo es nuevo, estimulante y emocionante. Después ya se ocupan de neutralizarnos, sea en forma de percances, trauma o sistema educativo. En este proceso opera la memoria y el miedo. El recuerdo se convierte en miedo: al dolor, a la pérdida, a la indefensión o a la muerte. El miedo a repetir experiencias desagradables pudo tener una función biológica pero termina por convertirse en el mayor enemigo de nuestro espíritu. El recorrido es de mecanismo de supervivencia alojado en la agmídala a categoría intelectual limitante. Todos los prejuicios surgen del miedo a lo desconocido. Y este es problema que me persigue desde hace años: Nos han convencido de la imposibilidad de un conocimiento desvinculado de la memoria pero de otra parte, el principal combustible de la memoria es la experiencia con sus prejuicios y perjuicios. ¿Cómo lo hacemos, entonces? Quizás no queda otra que entregar los mandos al sentimiento.
No son descabelladas las analogías entre física clásica y cuántica. El mundo racional es cómodo, cálido y confortable, sus relaciones son universales y estables. El intuitivo es susceptible de volverse un auténtico galimatías y eso asusta. Sin embargo, el pensamiento racional se agota y torna en corsé donde algunos nos amuermamos, nos deprimimos y morimos. No queda otra que buscar nuevos espacios por donde campar libremente; o tal vez, regresar a ellos.