Fotografía: Annelies Barendrecht
Uno está hecho a sus manos, ni piensa en ellas, las usa tan sólo. La historia entera del mundo reside en el manejo que les hemos encomendado. Las del pasado eran manos fértiles, manos que explicaban en qué ocupaba el tiempo quien las hacía moverse, manos que decían más que las palabras, manos que rivalizaban con el rostro en expresar el duro o el placentero transcurrir de una vida. Siempre las manos que saludan o las que mesan una barba o se cierran para disimular o aliviar el dolor. También las del placer, las que viajan por el cuerpo de quienes amamos y buscan y escarban y hacen que gima o que se combe. Las manos que escriban el futuro serán manos más enjutas, tendrán dedos más filamentosos, dedos pensados para que percutan una tecla o para que rocen un icono en una pantalla. Estarán menos curtidos, se apreciará menos la travesía del tiempo en ellas, como si estuviesen recién estrenadas o como si las hubiésemos sometido a un lifting de esos que están de moda y alivian la apariencia (la normalidad de la apariencia) y la rebajan del rigor de los años. En ocasiones me fijo en las manos de los demás. Las miro antes de mirar la cara o, con mayor detenimiento, los ojos o el modo de andar o la sonrisa. Me pierdo en ocasiones en la cartografía del cuerpo, en la piel, que es como una memoria de la experiencia, un testigo de lo acaecido, un medidor fiable de las emociones (las físicas, las otras) que hemos vivido.
En eso, en que lo ajeno recabe más atención que lo propio, se pierde un tiempo maravilloso que bien se podría emplear en actividades de más provecho, con mayor beneficio, aplicadas en lo de uno, volcadas en lo doméstico. En todo caso hago que mi imaginación se descarríe y conjeturo con la posibilidad de que esas manos (o un rostro o la evidencia íntegra de un cuerpo) cuenten una historia, narren (a su modo) la rutina de su dueño, si pasea mucho o no lo hace en su absoluto, si se emplea con ternura en acariciar o si están tensas porque amagan un golpe continuamente o han sufrido indecibles avatares, penurias que no han sabido disimular y se escapan en las arrugas, en todos esos pliegues que parecen estar siempre a punto de desgajarse de la piel que los mantiene y caer dramática o patéticamente al suelo. El juego que practico es baladí, no exige un método científico, no aporta nada, quizá únicamente bosqueja una distracción para cuando acaba el día y tan sólo apetece sentarse frente al teclado y hacer que los dedos (filamentosos o anchos, largos o menguados) bailen sobre las teclas y suene la música de las palabras, esa bendición. Ese es uno de los juegos en los que más advierto el peso que están tomando mis vicios, la dependencia que me han impuesto. Al final siempre se acaba hablando de las mismas cosas.
Este hombre al que fotografía Barendrecht es una restitución fidedigna de la inexorable firmeza del tiempo. Descuida el pelo, las cejas mayormente. Se ve que no tiene cuidado en darles gobierno, en hacer que se conduzcan a voluntad de quien las posee. Se para uno a pensar en que una vez que la ceja ha adquirido un trayecto incipiente, de recorrido audaz, digamos, no hay marcha atrás. Se encrespan, se izan a su antojadizo y ciego capricho, se erigen estandartes de una vida, quizá eso sea lo único cierto. En cierta ocasión, pensé en dejarme crecer la barba de modo agreste,sin brida que la recule y fije, como un caballo que campase a sus anchas por la agreste topografía de la cara, a su aire, con su mecánica ajena, no poseída. Deshice ese deseo un poco adolescente (el de probar, el de ver qué pensarán los demás de mis probaturas) y la refrené cuando se puso levantisca. Al hartarme de ella, la recorté (me suelo dejar barba cada año) y recompuse el aspecto, que no acababa de convencer mi pequeña cuota de vanidad estética. Me comentó K. que no fuera tan precavido, no sabiendo mucho del gusto estético de los demás, teniendo el suficiente del propio. No le atendí, imagino que venció la prudencia aprendida, la de no caer en los excesos. Así que corto mis uñas, recorto mis cejas y me echo alguna crema en la cabeza, por limpiar mi calvicie del oficio del sol sobre ella. Tenemos esa idea antigua que consiste en eliminar (unos con más aplicación que otros) la erosión del tiempo. Nada más absurdo que eso, nada que nos rebaje más. Somos esa piel devastada, somos esas arrugas que nos definen por fuera. Las hay adentro. Son arrugas morales, no siempre se domeñan con igual pulso. A veces se desmandan, hacen que desbarremos, actuamos con protocolos inútiles, no decimos lo que pensamos, nos avergüenza haber llegado a la edad que tenemos.