La luz oída era parte de un proyecto más amplio, compuesto por cinco libros. Después de Ángel mortal, yo había querido escribir un libro de libros: el resultado era un pentapoemario titulado La luz del trébede. El título no me convencía. Con los títulos me sucede algo extraño: o los acierto a la primera, en una suerte de iluminación, o no encuentro forma de dar con uno satisfactorio: puedo picar piedra durante años, que me costará horrores quedarme con alguno que no me parezca un desastre. Los cincos libros de que se componía eran: La luz oída, en alejandrinos, sobre el mundo y la naturaleza, sobre el hacerse y deshacerse de las cosas, cosmogónico; El barro en la mirada, en endecasílabos, una reflexión existencial, una mirada al yo agónico, a la conciencia que vive fugazmente y muere para siempre; una tercera parte, cuyo título he olvidado, pero que pretendía ser, en tercetos encadenados, un estudio metapoético, una análisis de cómo el lenguaje permite construir ese mundo y ese yo; Unánime fuego, un conjunto de poemas en prosa que investigaban, extáticamente, en el amor y en su corolario erótico; y, finalmente, La ordenación del miedo, un bucle asimismo metaliterario, compuesto, a su vez, por cinco poemas romanceados, cada uno de los cuales era la síntesis, el dilatado epifonema, de las cinco partes que constituían La luz del trébede. Nunca intenté publicar el volumen entero. Si lo hubiera hecho, habría cosechado un fracaso monumental, y no solo por sus dimensiones, sino porque en aquella época, a mediados de los noventa, España estaba colonizada por un tipo de poesía muy distinta de la mía, con la que apenas resultaba compatible. Esa situación sociológica también me sorprendió. Yo, arrastrado de nuevo por la inocencia, que no dejaba de inspirarme suposiciones de las que salía inevitablemente chasqueado, pensaba que el mérito de una poesía, fuese cual fuese, se reconocería por sí mismo, como una consecuencia necesaria de su ser; que la poesía constituía una comunidad múltiple, pero en la que regía la ecuanimidad. Sin embargo, muy pronto me di cuenta de que no era así. La epifanía ocurrió en una de las primeras lecturas que hice de La luz oída, con ocasión de otro curso de verano, en Aguadulce, en la costa almeriense. Yo intervenía, con otros poetas, en una mesa presidida por Francisco Brines, premio «Adonáis» como yo, y a quien tanto admiraba por Insistencias en Luzbel y El otoño de las rosas. Al acabar la lectura, Brines saltó de su asiento y se dirigió a saludar efusivamente a otro de los poetas, un joven de Madrid cuyos poemas me habían parecido flojos, por decirlo con suavidad. Pero el maestro solo se interesaba por aquel poeta: hojeaba ávidamente el libro del que había leído, y apenas me estrechó la mano, cuando me acerqué a saludarlo, para volver de inmediato a sumergirse en aquellas páginas admirables. Aquella decepción me hirió en la vanidad, pero tuvo un efecto positivo: me sirvió para entender que las preferencias eran muchas, y que podían resultarme incomprensibles; y también que se imponían a la razón de la comunidad. Asimismo, me persuadió de que la objetividad no existe, algo que ahora me parece obvio, pero que entonces aún no tenía por indiscutible. Hoy creo que la objetividad ni existe, ni puede existir: que no hay cosas fuera de la representación de las cosas, y que la suma de esas representaciones, tantas como sujetos las practiquen, es lo que más se acerca a una realidad exterior, ajena a la valoración particular.
De las cinco partes del macroproyecto de La luz del trébede surgieron cuatro libros, o partes de libros: La luz oída; La ordenación del miedo, que publicó en Tarragona, en forma de cuadernillo, mi buen amigo Ramón García Mateos en 1997; El barro en la mirada, que se sumó al catálogo de la recientemente creada DVD ediciones en 1998; y Unánime fuego, que vio la luz en una plaquette de la editorial lisboeta Tema en 1999, y que luego sería reeditado por la galería Luis Burgos-Arte del Siglo XX en 2007, con ilustraciones de Juan Luis Goenaga, gracias a los buenos oficios de mi amiga Marta Agudo. Solo aquellos tercetos encadenados sobre la literatura permanecieron inéditos. Seguramente, es mejor así. El destino, a veces, es sabio. A veces, también es misericordioso.
Unánime fuego fue mi primera aproximación al poema en prosa, en el que he ahondado en libros posteriores. Recuerdo que ultimé esta sección en un monasterio de Navarra, en el que me encerré quince días para rematar el texto. Me veo aún allí, en aquella celda espartana, exaltado por la analogía constante, brincando de un eco a otro, feliz de que una pestaña me condujera a un automóvil, y de que un espejo se convirtiera en un rascacielos. La exuberancia de la imaginación contrastaba vivamente con la austeridad del entorno. Un estado de conciencia entre jubiloso y espeleológico me llevaba a afilar una metáfora, que explotaba en la mente como un proyectil potentísimo, y a esa metáfora se engarzaba otra, que salía de sus tripas como una metralla sin malicia, y a esa, otra, aún más adentrada, aún más expansiva. Pero no se trataba de estallidos huecos: cada una de esas metáforas era un trozo de verdad, porque la metáfora resucita las cosas: para ser preciso, hay que ser metafórico. Las asociaciones comunes desgastan lo asociado: al cabo de un tiempo, nada de lo que pretendemos significar significa lo que pretendíamos. Por eso es menester renovarlas con emparejamientos nuevos, extrayéndoles, otra vez, el tuétano, despertándolas con caricias a contrapelo que nos hagan sentir de nuevo aquella piel olvidada. Yo percibía que cada afirmación rotulaba el ser y, lo que era más importante, lo multiplicaba. La creación –el abrazo instantáneo de lo disímil, de lo imposible–, si es auténtica, nunca es abstracta: no se produce en el espacio de la mente, sino que arraiga en las cosas: la imaginación hace más real lo real, pero también otorga realidad a lo que carece de ella: expande el mundo, y a nosotros con él. En todas aquellas metáforas que yo hilvanaba, no como una exhibición retórica, sino como expresión genuina del llamear de los recuerdos y de la ebullición sensorial, encontraba lo que yo era: algo que me ha perturbado desde la niñez, cuando me sobrecogía la noción del yo: quién era Eduardo, quién era ese que se preguntaba quién era, de qué estaba hecho, qué barro constituía su identidad, dónde radicaba su conciencia. El poema en prosa, además, me permitía avanzar con más facilidad en las revueltas de la palabra, porque se adecuaba mejor –al menos, así lo percibía yo– al flujo de la sensibilidad, o del pensamiento. Por otra parte, la ausencia de apoyaturas formales exigía una concentración de lo lírico que enriquecía, a mi juicio, el resultado: lo obligaba a encontrar un ritmo interior, una pauta subyacente, que lo hacía más hondo, pero que también dinamizaba la superficie.