Pitágoras fue el primero en erigir una ciudadela verdaderamente corporativa, que será la simiente de lo que luego habrá de conocerse como ‘universidad’, con todas las virtudes y los defectos que la caracterizan, entre la erudición y el sectarismo. La ciudadela de Pitágoras fue fortaleza, prisión y recinto sacro a la vez, y las universidades también han desarrollado esos tres papeles a lo largo de su historia, en ocasiones simultáneamente. Sólo hay que recordar el ofrecimiento de la Universidad de Heidelberg a Spinoza, que el filósofo declinó para permanecer libre y ajeno a los dictados de los jerarcas. De hecho, desde sus inicios las universidades nunca quedaron exentas de vigilancia externa, y aún hoy sería discutible el grado de flexibilidad o disensión interna que se permite a quienes habitan el interior de sus claustros protectores. Como dice Arendt, con cierto escepticismo, "las universidades no podrían sobrevivir si desaparecieran el distanciamiento intelectual y la desinteresada búsqueda de la verdad", que descansan en su "imparcialidad y en su independencia de la presión social y del poder político. El poder y la verdad, ambos perfectamente legítimos por sus propios derechos, son esencialmente fenómenos distintos y su prosecución determina estilos de vida existencialmente diferentes", pero debe admitirse, y de ahí su escepticismo, que la politización que se achacaba a los estudiantes rebeldes de Berkeley, a finales de los 60, "fue precedida por la politización de las universidades por los poderes establecidos" y que sus consecuencias a largo plazo pueden ser nefastas, pues la colaboración entre el poder político y el tecnológico llevarán a "una época de tiranía y de profunda esterilidad."[1]Más aún, Arendt dibuja un panorama muy pesimista sobre la situación de la universidad como sede del pensamiento libre: la universidad se ha plegado a las exigencias de una tecnología que ya no puede retroceder en sus más desastrosas consecuencias, de manera que, como reconoce un investigador del MIT, citado por Arendt, "no hay una maldita cosa que hacer que no pueda ser dedicada a la guerra".[2]Y sigue: las universidades "han traicionado la confianza pública al tornarse dependientes de los proyectos de investigaciones patrocinados por el Gobierno", y si se resistieran a aceptar esos proyectos, asistirían a "una retirada general de los fondos federales" aunque el Gobierno no puede permitirse abandonar a la universidad ni la universidad puede permitirse no aceptar los fondos del Gobierno. De manera que puede plantearse la duda sobre el derecho de la universidad a "denominarse a sí misma una institución especial, divorciada de pretensiones mundanas, mientras que interviene en especulaciones inmobiliarias y ayuda a planear y evaluar proyectos para los militares en Vietnam."[3]
[1] H. Arendt, Sobre la violencia. Madrid, Alianza, 2005, Apéndice V, págs. 125-126. [2] H. Arendt, Sobre la violencia, op. cit., pág.s. 27-28, con referencia a Jerome Lettvin, New York Times Magazine, 18 de mayo de 1969. [3] H. Arendt, Sobre la violencia, op. cit., pág. 28 y Apéndice V, págs. 126-127.