Una reforma a destiempo
«Mira, es muy fácil». Le digo que no, que no hace falta que me enseñe nada, pero insiste. «Si es sólo un momento, ya lo verás». Hace clic en el enlace y se abre una ventana emergente. Una caja de diálogo le pregunta si quiere guardar el archivo o ejecutarlo. Lo ejecuta, obviamente, con la desgana de quien ha repetido ese mismo gesto un millón de veces antes. En menos de dos minutos tiene una novedad editorial descargada en su ordenador, y yo sin aliento. No hace ni tres horas desde que ese libro salió al mercado, pienso. Mi amigo me obsequia con una sonrisa socarrona, orgullosa. Como si en lugar de descargarse una novela hubiera accedido a los ordenadores centrales del Pentágono, jugándose la libertad. «No voy a pagar por algo que puedo conseguir gratis», razona, y estoy a punto de darle la razón. Eso me lleva a pensar que la piratería no es un problema de educación ni de valores, como nos quieren hacer creer desde ciertos foros. El germen de la piratería es la impunidad, la facilidad con la que cualquier usuario con un nivel mínimo de conocimientos de informática puede acceder a contenidos que no deberían estar ahí. Páginas web que todo el mundo conoce pero que, inexplicablemente, continúan funcionando como si nada.