Espronceda sonríe. No todos los días tiene uno la suerte de encontrarse a un personaje literario de los suyos de carne y hueso. Junto al poeta romántico, Gayarre, el guerrillero del maquis, en el fondo otro romántico, otro luchador, otro soñador de causas imposibles, escucha atentamente el relato del republicano represaliado que tiene justo en frente. Para él no es nueva esa violencia que relata. En su tierra natal ya pudo conocer historias parecidas: gente sacada de sus casas a empujones, torturas, ejecuciones frente a cualquier tapia… Y luego el olvido. Junto al represaliado, un Unamuno tranquilo y empático, que luce impecable con chaleco marrón, su barba blanca recortada, su nariz aguileña y la mirada penetrante pero serena, conversa con Giordano Bruno, al que tiene a su derecha, sobre lo humano y lo divino. Ambos coinciden en que la duda sobre cuestiones de fe es algo que distingue a la gente con inquietudes del resto de los humanos. Y que la mejor manera de defender las propias creencias es poniendo en tela de juicio los principios sobre los que se sustenta la religión misma. El convencimiento profundo debe estar siempre por encima de la fe ciega. Somos seres racionales. Dios nos ha dotado de inteligencia para llegar a él de forma racional. El creyente debe estar siempre alerta y luchando por entender lo que para otros es simplemente materia de fe. La vida es lucha. En una esquina, el morisco aragonés departe amigablemente con Cayetano Ripoll. Llama la atención su larga túnica ajustada a la cintura por un ceñidor, su rodete en la cabeza y también sus babuchas. Alí Al Baari escucha atentamente con expresión de asombro cuando el valenciano le cuenta su historia. Pensaba posiblemente que su pueblo y, en general, los no cristianos eran los únicos en ser perseguidos. Comprueba ahora que también son los propios cristianos los que sufrieron los rigores del fanatismo y la intransigencia de los que se creían dueños y señores absolutos de la verdad.
Poco a poco han ido entrando en la sala y ocupando su sitio, uno a uno, muchos de los personajes que aparecen en el libro. Una veintena, aproximadamente. La sala es amplia, rectangular, una especie de camarote de grandes proporciones, con una decoración minimalista a base de cuatro o cinco tiestos de plantas artificiales repartidos estratégicamente, un breve toque de color que contrasta con la inmaculada y metálica blancura de las paredes. En ellas, se abren en su parte superior unos tragaluces o claraboyas por los que entra, atenuada, la luz de lo que parece ser una hermosa mañana de primavera. En el centro de la habitación hay una mesa larga de esas de reuniones, y en torno a ella se han ido sentando los invitados según iban llegando.
Fragmentos del epílogo de "En la frontera", un pdf de descarga gratuita.