Una “Salomé” silenciada por el poder… orquestal

Por Antonio J. Alonso Sampedro @AntonioJAlonso

Para su “Salomé”, el último gran compositor alemán pedía… “la voz de una Isolda de dieciséis años”, algo imposible de encontrar. Pero además, quería que fuera capaz de interpretar la culminante “Danza de los siete velos” con la sensualidad y ligereza de una bailarina profesional. Así las cosas, este personaje nunca ha conseguido encontrar a su representante escénico ideal, tanto por la edad como por el físico de las sopranos dramáticas, casi todas mayores y con algunos kilos de más. Un papel que prueba los límites de la voz y las habituales carencias a la hora de actuar y sobre todo de bailar.

La orquesta tampoco escapa a la dificultad, ante esa intensa arboladura musical que la partitura despliega para asombro de quienes la escucharon en su estreno y placer actual de los melómanos que se aventuran a explorar las fronteras de la tonalidad. Las originales armonías, enérgicas modulaciones, atrevidas disonancias y deslumbrantes cromatismos, siempre de una fascinante originalidad, comprometen la pericia de los atriles y prueban al mejor Director que podamos encontrar.

Por todo ello, al presenciar una “Salomé” representada, se impone cierto ejercicio de condescendencia, pues no sería justo solicitar más de lo que hasta ahora se haya podido dar. Sin embargo, la exigencia deberá aumentar cuando se trate de una versión solo musical, al prescindir de la parte actoral.

La “Salomé” (R. Strauss-1905) en versión concierto ofrecida estos días en el Palau de la Música de Valencia, con sus titulares la Orquesta de Valencia y el director Alexander Liebreich junto a Lise Lindstrom (Salomé), Michael Nagy (Jokanaán), Michael Weinius (Herodes), Stefanie Iranyi (Herodías) y Jon Jurgens (Narraboth), se vio perjudicada por lo que suele ser el signo distintivo de su Sala Iturbi: la excepcional sonoridad. Y es que, lo que supone una ventaja para la música sinfónica resulta desventaja para las voces que, sin la atenuación sonora del foso, no pueden competir con una orquesta ubicada en un plano de igualdad. Esto todavía se percibe más en obras como “Salomé”, cuya volcánica partitura a cargo de más de cien intérpretes no se debe atenuar so pena de desvirtuar la intención musical de un Strauss genial. Todo no puede ser y cada auditorio se diseña con un objetivo principal. Algunos lo consiguen, como el Palau de la Música de Valencia para la música instrumental y otros, como el Palau de Les Arts para la ópera, dejan mucho que desear.

Dicho lo anterior, no me puedo definir respecto de las voces supuestamente escuchadas, pues juzgar sin conocer es engañar. En la práctica totalidad de la obra, los cantantes principales quedaron silenciados por la masa orquestal y en especial la Salomé de la soprano dramática Lise Lindstrom que, aun contando con un instrumento de probada sonoridad, sus mejores intervenciones en la partitura coinciden con los momentos de mayor enervación musical.

Pese a tratarse de una versión no escenificada, los cantantes intentaron actuar, ofreciendo las mejores prestaciones la citada Lindstrom y el “Herodes” del tenor también dramático Michael Weinius, ambos apasionados, pero sin llegarse a pasar. En las antípodas, por abajo un ausente Michael Nagy quien, al no saberse su personaje de “Jokanaán”, estático tuvo que llevar el libro de la partitura aquí y allá. Por arriba, la histriónica “Herodías” de Stefanie Iranyi, siempre al borde de un ataque de ansiedad.

Volviendo a lo instrumental, Alexander Liebreich y la Orquesta de Valencia ofrecieron una versión solo aceptable y que no será para recordar. Cuando un equipo no funciona se echan las culpas al entrenador, pero Liebreich es un buen director y reconocido especialista en Strauss (Director del Festival Richard Strauss de Garmisch-Partenkirchen), además de alemán. Por otra parte, los jugadores en este caso son instrumentistas profesionales que hay que respetar (baste el ejemplo de Javier Eguillor a los determinantes timbales, tan preciso como pleno de musicalidad). Pero no todo es la individualidad y aquí la noche vino a naufragar ante mucha confusión sonora cuando a las diferentes familias de instrumentos les tocaba armonizar. Solo en “La danza de los siete velos” se consiguió brillar y es seguro que fruto de intensos ensayos focalizados en este pasaje que, todos sabemos, siempre es motivo de atención especial.

Yo acudí a la segunda función, irreconocible en la media de edad de los asistentes, mucho menor de lo habitual al tratarse de un concierto extraordinario fuera del abono general. En un momento de perplejidad tuve la sensación de que en el Palau de la Música de Valencia había relevo generacional.

Si hace unos días afeaba al Palau de Les Arts la recuperación de los programas de mano en forma de lastimosa hoja de papel de fumar, el que gratuitamente nos ha proporcionado el Palau de la Música para esta “Salomé” (además del usual, con su acostumbrada calidad) es todo un detalle con el espectador, al editar el libreto completo de la ópera en castellano, valenciano y alemán. Nadie podrá justificar ahorros presupuestarios, cuando la entrada más cara en el Palau de la Música para esta ópera no superaba los 20 euros y llega a los 145 en cualquiera de Les Arts…


Por su sonido deslumbrante (sistema “Sonistage”, registrado en la Sofiensaal vienesa y ahora remasterizado) y la excepcional interpretación de una Birgit Nilsson infatigable y en plenitud vocal, es recomendable la grabación que para DECCA y en 1962 realizó la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por un Georg Solti con todo el saber que en su “Anillo” y con la misma orquesta, cantante y productor (John Culshaw) pronto nos iba a demostrar.

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