Después, en la cercana tetería Zouk, quedó inaugurado un nuevo club de lectura, cuya caracterísitica más insólita es que existe una paridad casi absoluta entre hombres y mujeres, un hecho del que yo todavía no había sido testigo. En el calor de un reservado, pudimos degustar nuestras bebidas a la vez que diseccionábamos la que es seguramente la mejor narración de Bohumil Hrabal, Una soledad demasiado ruidosa.
Si la profesión literaria estuviera sometida a reglas fijas, podría decirse que Hrabal fue un escritor atípico. Comenzó a publicar cuando ya tenía los cincuenta años y la represión posterior a la primavera de Praga de 1968 hizo que tuviera que comenzar a publicar en el formato samizdat, una forma de literatura semiclandestina típica de los paises comunistas, en la que las obras, divididas por capítulos, circulaban en un circuito muy restringido. Así que la primera publicación de Una soledad demasiado ruidosa se produjo en samizdat en 1977 y hasta 1980 no pudo ser editada en forma de libro, pero fuera de Checoslovaquia. En cualquier caso, Hrabal fue siempre un novelista totalmente alejado de los circuitos oficiales, que prefería gastar su tiempo en sus cervecerías favoritas de Praga. Quizá por ello sus retratos humanos resultan tan portentosos: estar cerca de la vida cotidiana, trabajando como un obrero más y bebiendo con ellos le permitía obtener una visión muy lúcida de la existencia.
De hecho, Una soledad demasiado ruidosa, puede leerse como una denuncia de los totalitarismos. El protagonista, Hant´a, desde el primer momento nos recalca que lleva treinta y cinco años haciendo lo mismo: se dedica a prensar manualmente papel metido en un pequeño y sucio agujero. Para él su vida es su trabajo y su trabajo es su vida: no concibe que algún día tenga que dejar de realizar una labor que él concibe casi como una tarea artesanal: decora los bloques de papel prensado con reproducciones de pinturas antiguas que va coleccionando al efecto. Hant´a es un buscador de la belleza de lo efímero, un ser que se siente seguro en la soledad de su guarida, a pesar de las ocasionales y molestas visitas de su jefe.
Pero hay algo más importante en la existencia del protagonista. Algo que ha ido descubriendo en el día a día de su trabajo y que le ha perturbado de una manera insospechada. Entre las toneladas de papel que caen a su agujero para ser prensadas suele haber libros. Libros de todas clases, antiguos y modernos, algunos de gran valor económico, pero todos dignos de ser salvados por este héroe improbable que los guarda en su propia casa, en unas estanterías tan cargadas que corre peligro de que se desmoronen sobre su cabeza. Además, siempre pululan alrededor de él coleccionistas de libros y periódicos viejos para los que representa el último recurso de conseguir ciertos ejemplares. Este "Don Quitote del infinito y de la eternidad" vive en una sociedad en la que el libro solo representa algo útil cuando no entra en contradicción con los postulados del Estado. El resto pueden ser destruidos, porque no dicen nada útil y pueden llegar a ser perniciosos. Aunque él, que ha ido adquiriendo poco a poco una extraña sabiduría, tiene sus propios pensamientos al respecto:
"(...) todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo."
Si recordamos el argumento de Rebelión en la granja, de George Orwell, es como si Hant´a hubiera pasado de ser un Boxer, el caballo que solo trabajaba más duro para la causa del comunismo sin plantearse por qué nunca llegaba el paraíso prometido, a convertirse en el burro Benjamín, alguien que ha adquirido conciencia de la opresión en la que vive leyendo a Séneca, Nietzsche o Hegel, pero que ni siquiera se plantea hacer nada al respecto. En este sentido Hant´a sigue siendo un proletario que acude a las más sórdidas tabernas para olvidar el trabajo por unas horas. También está el amor, o más bien la imposibilidad del amor, un sentimiento que el protagonista llega a sentir por una gitanita con la que establece una relación sin palabras (para él las únicas palabras importantes son las que están en los libros) hasta que ella un día, durante la dominación nazi, desaparece aunque él, fiel a su política de inacción, no indague al respecto.
Después de las pequeñas decepciones que me supusieron Trenes rigurosamente vigilados y Yo que serví al rey de Inglaterra, esta obra me hace definitivamente amar a Hrabal. Pocas veces se ha escrito una obra que destila tanto amor a los libros por un hombre tan contradictorio: Hrabal era un intelectual de las tabernas.