Unos cuantos años atrás, un mediodía de sábado brumoso para ser más exacto, Edrin, un viejo amigo que no tiene tocayo, me invitó al centro para ver el desfile del Festival de Teatro. Aquel año, como todos, el evento prometía ser algo distinto para los bogotanos. Comparsas, funambulistas y actores que a fuerza de tesón, esperaban sacar de una rutina soporífera a los viandantes de la Séptima. Con un paquete de cervezas, a las que fuimos dando cuenta en la buseta que tomamos, en lugar del Transmilenio, hablamos justamente de la nostalgia que esta forma de transporte comporta para una ciudad cada vez más impersonal y tumultuosa. «En las busetas se podía fumar», me dijo mi amigo, como evocando tiempos de infancia, cuando los pasajeros parecían inspirados en ese célebre relato de Julio Ramón Ribeyro, que honra a los adictos al tabaco. Al llegar al centro, puntualmente a la Avenida Jiménez, luego de una sesión fotográfica obligatoria, el inicio de la comparsa se vio pasado por agua.
Sin embargo, la ocasión dio para trabar conversaciones peregrinas con curiosos y transeúntes, que extrañamente, no estaban ahí en mitad de un típico aguacero bogotano para manifestar su inconformismo, sino para celebrar el arte. Una indígena wayuu ofrecía sus artesanías. Platiqué con la mujer que, curiosamente, y como entrando en el tono festivo de la situación, accedió a permitirme tomarle una fotografía, sin menoscabo del robo de su espíritu por la cámara del teléfono móvil. En una conjunción significativa, la imagen fue inmediatamente antecedida por la del epitafio simbólico de Gaitán, que está aun hoy día, en la esquina de la Jiménez con Séptima para conmemorar su crimen: "Aquí cayó Jorge Eliécer Gaitán. Caudillo del Pueblo".
Ya un poco borrachos, buscamos resguardo bajo los aleros de las fachadas neoclásicas de la Jiménez. Justo girando la esquina, en el callejón que hay entre la Pescadería Jaramillo y el Ministerio de Agricultura, tomé la fotografía de una llama. El animal rumiaba tranquilamente, pareciendo disfrutar de la lluvia, mientras las sombras de los caminantes se afanaban en buscar un refugio en la tarde plomiza y húmeda de Bogotá.
La jornada terminó en el restaurante Pozzetto, donde don Alfonso, el padre de mi amigo, trabajaba desde hacía muchos años. Luego de invitarnos a comer unos raviolis, que de lejos son los mejores de Bogotá, la conversación sazonada por un coctel Margarita, terminó girando como una obstinada polilla, sobre la masacre cometida por Campo Elías Delgado, en ese mismo refectorio, una noche de diciembre de 1986. Don Alfonso lo atendió esa noche. Me cuenta, que se ganó la confianza del veterano del Vietnam a fuerza de cortesía respetuosa. Según él, ese carácter caballeresco suyo, blindado contra cualquier imprudencia, terminó salvándole la vida aquella noche. Pero eso es otro cuento que ha de contarse después.