Dedicado a Conxita, Mar y Javier
Esta entrada corresponde a otra de las sugerencias presentadas por los lectores con motivo del aniversario del blog. En este caso, Conxita, Javier y Mar coincidieron en su interés por conocer el proceso de traducción de una obra literaria, y en concreto cómo abordo yo la traducción de un libro.
Y creo que lo primero que debo decir es que me resulta muy difícil hablar sobre esto con brevedad y orden, porque son muchos los elementos que intervienen y se entrelazan en el proceso de la traducción. Pero intentaré dar una idea clara y sin extenderme demasiado.
Lo cierto es que casi nunca hay tiempo de leer el libro entero antes de empezar a trabajar en él, pero yo siempre leo al menos unos capítulos, un cierto número de páginas, para familiarizarme con el estilo, los temas, los personajes, etc., y hacerme una idea general del tipo de obra de que se trata.
Igualmente, si el autor es desconocido para mí, también me informo sobre su vida y su contexto social e histórico. Porque creo que, en general, para comprender a fondo una obra literaria, su sentido, su origen, en suma, su porqué, es conveniente conocer al autor y sus circunstancias. Y esto puede ser particularmente importante en las obras que tienen un carácter metafórico.
Y después de este primer acercamiento empieza la traducción en sí, que, grosso modo, podría resumirse en lo que muchas personas creen verdaderamente que es traducir: ir leyendo el libro en un idioma y escribiéndolo en otro.
Pero cada idioma tiene sus estructuras propias y su carácter, por lo que rara vez las frases se pueden traducir palabra por palabra, sobre todo cuando se trata de idiomas cuyas estructuras sintácticas y sus formas de expresión son muy dispares entre sí, como ocurre por ejemplo entre el inglés y el español. Ya lo dijo san Jerónimo: “non verbum e verbo, sed sensum exprimere de sensu”, no palabra por palabra sino sentido por sentido.
Porque la obra, que está hecha de lenguaje, es como un mar: tiene una estructura superficial y una estructura profunda; lo que dicen las palabras y cómo lo dicen, por un lado, y lo que significan, sus connotaciones, por otro. Y, dependiendo del nivel de dificultad de cada obra, estas estructuras no siempre se pueden descifrar a la primera, o al mismo tiempo, o no siempre con total certeza. Por eso con el paso de las páginas trabajadas es como se va conociendo verdaderamente la personalidad de la obra. Y por eso, conforme ésta se va revelando a sí misma, es con frecuencia necesario ir volviendo atrás, para cambiar palabras, recomponer pasajes, y hacer cualquier modificación que se revele necesaria a la luz de las nuevas informaciones que la propia obra nos va proporcionando.
Si en una obra se habla de un hecho histórico, o de un concepto filosófico, por ejemplo, debo cerciorame, primero, de si estoy interpretando correctamente lo que dice el autor sobre ese hecho o concepto; y segundo, de cuál es la manera habitual de referirse a ellos en español. Porque no podemos traducir sólo las palabras que denominan ese concepto, sino el concepto en sí; es decir, no darle otro nombre -aunque literalmente sea correcto- a algo que ya tiene una denominación establecida.
Para terminar este somero recorrido nos iremos directamente a la última fase del proceso, que es la revisión final, es decir, una lectura (o dos) de toda la obra ya traducida, para resolver dudas y hacer modificaciones de carácter semántico, o fonético, o de ritmo, de tono, de estilo, cuya conveniencia se percibe al leer la obra como un continuo, como un todo; también para detectar posibles equivocaciones o imprecisiones de sentido o de redacción; para eliminar erratas, etc.
En fin, hay libros y más libros dedicados a la traducción, a todos sus aspectos, que son innumerables si no infinitos, como infinitas son las posibilidades del lenguaje. Esto es sólo una visión muy escueta y reducidísima de esta tarea maravillosa que requiere tiempo, dedicación, meticulosidad, paciencia, mimo… y por supuesto amor y pasión por el lenguaje y su manifestación más exquisita, la literatura.