Una temporada en el infierno (de la explotación laboral) (III de III)

Publicado el 14 abril 2011 por Eowyndecamelot

80 Aniversario de la II República española

(viene de) No dudé ni un momento: aunque tal individuo no era enemigo para mí, a una voz suya pidiendo auxilio para atrapar al ladrón aquello se iba a llenar de todos los caballeros participantes en el torneo que acampaban cerca de allí, y consideré inteligente evitar una tan desigual contienda.
-Ah… esto… bueno… ejem… -mientras tanto, mi colega intentaba tapar nuestro pequeño expolio con su capa al tiempo que silbaba una cancioncilla goliarda-… íbamos a dar un paseíllo para que no se oxiden los caballos… ya sabes que es bueno que hagan un poco de ejercicio de vez en cuando.
-De acuerdo, pero no os alejéis demasiado, que hay trabajo –nos disponíamos a montar para poner tierra de por medio, cuando volvió a llamarnos la atención:
-Eowyn, ¿has pensado en mi oferta?
-Eh… pues… hablamos a la vuelta. Ya verás cómo te daré una buena sorpresa.
-No lo dudo –yo tampoco-. Bueno, lo dicho, no os retraséis.
“Mejor siéntate a esperar, no sea que te canses”, pensé. Subimos a los caballos y nos apresuramos a desaparecer de su vista.
-Ya es mala suerte –gruñía yo sin dejar de cabalgar-. Un día que no entra en su habitual sopor etílico y es justo aquel en que nos tenemos que escapar.
-Creo que la impaciencia por saber tu decisión no le dejaba dormir –mi compañero guiñó un ojo, socarrón. Yo le advertí levantando el dedo índice.
-Una bromita más al respecto y te aseguro que probarás el filo de mi espada… Pero ¿qué es esa nube de polvo que parece perseguirnos? Viene de la ciudad.
Sin dejar de cabalgar a escape, miramos hacia atrás. Una comitiva de hombres armados se dirigía hacia nosotros, empuñando las lanzas y con intenciones que no se podrían definir como demasiado amistosas.
-El señor Adolfo no puede haber avisado a nadie tan rápido. Pero… ¿qué veo? Las negras y relucientes armas del que va en cabeza son inconfundibles… ¡Es mi archienemigo!¡Ha vuelto!
Ahora lo entendía todo; desde el primer momento, aquel empleo había sido una trampa. Ya era extraño que a una pobre guerrera errante como yo, sin fortuna y sin amigos, la vinieran a buscar de la forma en que el señor Adolfo me había reclamado; tal vez él mismo desconocía que estaba siendo utilizado, era demasiado inculto, borrachín y fracasadillo para ser además una persona excesivamente vil, o quizá se limitaba a mantener con el poderoso relaciones tan rastreras como las de España con Estados Unidos, en las que la potencia mundial asesinaba a los periodistas y encarcelaba a las madres del país mediterráneo mientras este se limitaba a mirar hacia otro lado al tiempo que hacía reverencias. Pero sin duda todo formaba parte de un plan del siniestro individuo del que llevaba huyendo toda la vida y del que, estaba segura, más la suerte que no mis capacidades me habían permitido escapar hasta entonces; supuse que necesitaba un lugar donde mantenerme ocupada y, a poder ser, mal alimentada, mientras él pudiera reorganizar sus huestes para encontrarme fácilmente después. El único consuelo que el hecho me proporcionaba era las numerosas precauciones que mi sempiterno enemigo solía tomar para atraparme, como si me creyera invencible o al menos muy bien apoyada, lo cual, aunque absurdo, resultaba ciertamente halagador.
-Corre –insté a mi compañero-. Quiero decir, corre más. No necesito decirte lo peligroso que es ese tío. Las personas que atrapa no vuelven a ver la luz del sol, y no necesita mazmorras para eso, aunque también las tiene, evidentemente. Consigue que la gente renuncie a lo que son y a la que podrían ser. No me preguntes cómo, tal vez conozca las diez reglas de la manipulación mediática de Chomsky. Vamos, dale caña.
Nuestros perseguidores acortaban progresivamente la distancia que les separaba de nosotros, gracias a sus caballos frescos y lustrosos, mientras nosotros sentíamos que se nos nublaba la vista y nuestras monturas, escuálidas y derrengadas, no parecían poder aguantar mucho más. Yo no podía dejar de pensar en todos los desafíos que me esperaban en el presente y en el futuro, en ese maldito año 2011 adonde no tardaría en trasladarme y donde tanto se necesitaba de cualquier contribución, por pequeña que fuera, como así era la mía, para que la poca justicia social que aún existía, tal vez ya solo en nuestros sueños, no fuera definitivamente erradicada de la faz de la Tierra, planeta que al parecer, y además, tenía ya fecha de caducidad; no, no podía aceptar que mi recorrido vital acabara en ese preciso momento. De pronto, se me ocurrió una idea.
-Eowyn, ¿te das cuenta de que en todas tus historias siempre terminamos escapando a la carrera? –me decía el ex templario entre jadeos-. La próxima podría ser algo más tranquila. Por ejemplo, conoces a un gentil y valeroso caballero que decide acompañarte en todas tus correrías, sois felices para siempre y me llamáis para que sea el padrino de bodas antes de invitarme a un suculento banquete. ¿No lo has pensado?
-No estaría mal vivir de vez en cuando una aventurilla de tipo sentimental, aunque tal vez no tan seria como la describes –concedí yo-, pero me temo que eso no pasará en breve. No se encuentran fácilmente especímenes válidos de mi sexo contrario en la actualidad, el género masculino está últimamente muy degradado. Con honrosas excepciones, claro –me apresuré a añadir-. Además, al paso que vamos pronto no podremos ni escribir historias en la red, como no hagamos algo para solucionarlo. Pero no te preocupes. Lo tengo todo controlado.
La desesperación, que no la destreza, me empujó a hacer una maniobra casi suicida. Confiando en la fidelidad de mi cabalgadura y con el movimiento más rápido que pude conseguir, me di la vuelta sobre el lomo del caballo, poniéndome de cara a mis perseguidores, y les envié la lanza que tan amablemente nos había obsequiado el señor Adolfo de sus tesoros personales; como había calculado, el arma rozó al Señor de los Mercados y le obligó a hacer un movimiento para esquivarla, cosa que provocó que se caballo se encabritara y que consecuentemente el grupo se desmembrara momentáneamente.
-Aprovechemos, pronto volverán a reorganizarse. Un esfuerzo más y los despistaremos. Conozco mucho mejor estos territorios que ellos, es el precio que los terratenientes tienen que pagar por vivir de espaldas a su posesiones.
-Reconozco tu sello en esta maniobra –me alabó el templario con admiración exagerada-. Arriesgada, de una habilidad pasmosa y sin derramamiento de sangre.
-Bah, es solo esa buena estrella que me acompaña hasta que deje de hacerlo…
Antes hablo… De un recodo del camino una avanzadilla de nuestros perseguidores, destinada sin duda a no dejar sin vigilancia ninguno de los caminos que pudiéramos seguir, se nos echaba encima a una velocidad ultrasónica. Enarbolé la lanza sin decir una palabra, dejando mi verborrea habitual para otra ocasión, y me abalancé sobre el primero, mientras mi compañero me seguía, tan rápido y mortal como la subida de las tarifas eléctricas. Lo derribé y lo dejé en el suelo, bastante maltrecho pero sin que su supervivencia peligrara en breve, y sin rematarlo, cosa nunca hago (soy una guerrera pacifista, esta es una de mis numerosas contradicciones), fui a por el siguiente; por su parte, mi amigo templario había dado ya buena cuenta de un par de enemigos y estaba comenzando a encargarse del siguiente. Yo acabé con el mío y fui a echarle una mano. El susodicho dio bastante más trabajo que los anteriores, que seguramente habían sido novatos contratados por el menor salario, creyendo así el propietario de la empresa que ahorraría gastos y conseguiría la misma productividad; el feudalismo (y el capitalismo) se labra él mismo su propia tumba, pero los que acabamos enterrados somos nosotros. Derribados los tres de nuestros caballos, sacamos las espadas y combatimos con ellas; vi una nada alentadora mancha de sangre sobre la cota de malla de mi compañero de aventuras y redoblé mis mandobles, tomando la iniciativa de la batalla. Esquivé un par de estocadas que pasaron peligrosamente cerca de mi cuello, pero por fin logré herirlo ligeramente en un brazo, lo que aproveché para arrastrar al viejo templario hasta los caballos.
-Venga, démonos prisa… ¿estás bien?
-Es solo un arañazo. No te preocupes.
Algo más tranquila, y viendo que nuestros contrincantes seguían en el suelo doliéndose de sus golpes y encomendándose al Altísimo a grandes voces, me entretuve en sacar algo de mis alforjas y clavarlo entre los derrotados.
-¿Qué es esa bandera de extraños colores? –preguntó extrañado mi colega mirando ondear la tricolor.
-La bandera de la República… una especie de homenaje al futuro. Te lo contaré cuando tengamos tiempo. Pero ahora dejemos atrás de una vez este nefasto lugar y busquemos un sitio donde descansar un poco.
Cuando nos sentimos totalmente a salvo, acampamos a la orilla de un río refugiados entre la fronda que se asomaba hacia él. Mi compañero encendió la hoguera y, concentrados en sus llamas, nos olvidamos por un momento de nuestras vicisitudes. Sin embargo, se imponía hacer planes para nuestro porvenir.
-Tengo que marcharme –dijo el viejo templario-. Existe un monasterio cercano donde se ocuparán de mis heridas y tal vez vuelvan a admitirme. Creo que ya he vivido suficientes aventuras en lo que me resta de vida, y mis cansados huesos dudo que soporten alguna más.
-Sabía que llegaría este momento –manifesté yo-. Amigo, espero que tus sueños se cumplan allá donde vayas, si es que aún te queda alguno.
-¿Y tú qué harás, Eowyn? ¿Volverás a ese futuro de tristes presagios que me describes a veces?
-No me queda otro remedio –le contesté-. Nos veremos en el infierno, camarada. Te llevas todo mi aprecio.
-El mío caminará a tu lado acompañado de esa fortuna que deseo que nunca te abandone –respondió-. Hasta siempre. No te olvidaré, muchacha.
La soledad ha sido siempre mi compañera y he aprendido a acogerla casi con júbilo cada vez que regresa después de sus cortas ausencias. Tal vez sea el impuesto que me requiere la vida por querer ser fiel a mis locas ideas, tal vez, sencillamente, el gran ordenador del destino me ha programado para esto o posiblemente me lo he ganado con creces. Pero no importaba. Ante mi vista se extendía la vasta naturaleza aún virgen de aquellos lares y época, y en la lejanía divisé a desheredados de la fortuna mendigando por los caminos un poco de caridad o un empleo que no existía, por mucha preparación y cursos del Inem que te estimulara el Gobierno a realizar como sucedía en el mundo adonde poco tardaría en regresar. Los presagios eran negros, desde luego; pero aún me quedaba mi espada.
Y, además, un escudo nuevecito que me había salido completamente gratis.