Una teoría del dolor y de la fibromialgia

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Resumen: Cuando el impulso vital fluye y nuestra vida discurre hacia metas que le dan sentido, la consecuencia, dice E. Minkowski, psiquiatra existencial, es el contento. Cuando ese impulso se interrumpe y deja de estar claro a dónde ir, aparece el dolor. La psicosis es un buen campo de pruebas en el que constatar lo dicho.       Antes de nada, tengamos bien presente cuál es el método más adecuado a emplear si tratamos de conocer una cosa: viajar hasta sus extremos, recorrer su perfil cuando más depurado aparece, en el punto en el que esa cosa ha alcanzado su mayor grado de exageración. Así que, cuando de lo que se trata es de asumir la perspectiva desde la que son visibles esos perfiles, esos extremos de las cosas, resulta conveniente procurarse la compañía de quienes habitan en esos extremos, y, entre ellos, los enfermos psicóticos son de los que tienen posiciones más exageradas y, en este sentido, más útiles.    De la mano del psiquiatra existencial Eugène Minkowski y de los enfermos mentales que trató descubrimos que, para empezar, a la hora de salir al mundo exterior, de confrontarnos con la realidad, no nos dedicamos a hacer inferencias desde lo particular y hacia lo general, sino que procedemos en sentido inverso: generalizamos, asumimos un prejuicio de partida y desde él nos confrontamos con los objetos y las experiencias concretas. De igual modo que cuando el niño pequeño que aprende la palabra “papá” empieza por aplicársela a todos los adultos que pasan ante él, el psicótico elabora prejuicios de carácter universal y desde ellos juzga y valora los hechos simples, los fenómenos específicos y particulares. El paranoico, por ejemplo, siente la persecución que se ejerce sobre él primero como algo que a todo su entorno implica y desde ahí va incorporando a ese prejuicio comportamientos de las personas concretas que le rodean, y que a los demás nos suelen parecer casuales. La casualidad no existe para el psicótico: los fenómenos particulares son por sistema, para él, expresión de modos de lo universal y prefijado. Y donde los demás no vemos conexiones que comuniquen unas cosas con otras y pensamos que quien las vea es, cuando menos, supersticioso, el psicótico ve signos o símbolos que entrelazan unas cosas con otras hasta envolver todas ellas en formas de existencia compartida. Y así, nos habla Minkowski de uno de sus pacientes cuya mente “había perdido sus frenos y no podía detenerse en los límites de cada objeto, sino que –como él mismo decía– tenía que seguir sin parar deslizándose rápidamente desde el objeto solitario hacia el horizonte infinito”. “Cada objeto –dice también Minkowski refiriéndose a este enfermo– era solo un representante del conjunto y su mente saltaba sobre su significado concreto (…) Un miembro de su familia que padecía bronquitis tuvo la ocurrencia de expectorar; nuestro hombre empezó entonces a disertar sobre todos los esputos de todos los sanatorios tuberculosos del país, y de ahí pasó a todas las inmundicias y desechos de todos los hospitales. Cuando yo me afeitaba ante él, se ponía a hablar de los soldados de unas barracas próximas, que se estarían también afeitando, y de ahí saltaba a todos los soldados del ejército nacional. Una vez, mientras se lavaba, me confió: ‘A cada momento en que hago algo debo recordar que cuarenta millones más hacen lo mismo’”. Mientras tanto, los que no hemos alcanzado el grado de exageración de los psicóticos parece que hacemos que nuestra mente sea capaz de sumergirse, no digamos que en el caos de lo múltiple y diverso (porque, igual que el psicótico, seguimos necesitando generalizar), pero sí, al menos, en la atención a lo diferente, a lo particular, que muchas veces escapa, en mayor o menor medida, a la norma general.   Henri Bergson (1859-1941) es famoso por su concepto del èlan vital, el aliento vital, que es el principio sobre el que se sostiene la vida, lo que nos empuja hacia la actividad y, en última instancia, lo que nos hace evolucionar desde lo inferior hacia lo superior, desde lo más imperfecto hacia lo más perfecto, en lo cual, precisamente, consiste el discurrir de la vida. La evolución la entiende, precisamente, este filósofo que fue Premio Nobel de Literatura, como el tránsito que va desde lo concreto y particular hacia lo ideal y universal. O, como dice Minkowski, siguiendo a Bergson, “Toda nuestra evolución individual consiste en rebasar lo ya hecho”. Al contrario que el psicótico, el hombre normal parte de la situación concreta en la que está y, empujado por el èlan vital, se dirige hacia donde marca el ideal, se pone a recorrer el camino que va desde la intrascendente situación concreta hacia la situación modélica a la que aspira. Si a ese hombre normal le faltara la percepción de lo particular, si todo le resultara generalizable, intercambiable, indiferente, si no hubiera entonces trayecto a recorrer entre lo peor y lo mejor, entre lo más imperfecto y lo más perfecto, porque todo es equivalente, el èlan vital, el impulso vital se extinguiría. Incluso faltaría entonces la sensación de tener un yo al que atribuir el esfuerzo de recorrer ese trayecto, el deseo de acercarse al objetivo, incluso la expectativa de que hay un futuro, un porvenir en el que el ideal se acabe de poner a nuestro alcance.   El impulso vital, dice Minkowski en el contexto del informe sobre el paciente psicótico al que nos hemos referido, contiene un elemento de expansión, nos empuja hacia la actividad en la que la vida precisamente consiste. “Esta actividad lleva consigo un sentimiento específico y positivo que llamamos contento”. En sentido contrario, “si constituimos en el polo positivo el contento, el fenómeno que más se le acerca como polo negativo es el dolor sensorial (…) El dolor implica intrínsecamente el sentimiento de ciertas fuerzas externas que actúan sobre nosotros y a las que forzosamente hemos de someternos. Visto así, el dolor se opone evidentemente a la tendencia expansiva de nuestro impulso personal; ya no podemos ‘asomarnos al exterior’ ni intentamos estampar nuestro sello personal en el mundo que nos rodea. En vez de eso, dejamos que el mundo nos invada con toda su impetuosidad y nos haga sufrir. Así, el dolor es también una actitud frente al medio ambiente. Aunque generalmente es de corta duración y aun momentáneo, se convierte en crónico cuando no encuentra la contrarreacción de su antagonista, el impulso vital personal”. Según esta interpretación, la función del dolor no es solo avisar de la más o menos coyuntural interrupción de la tendencia a vivir de nuestro ser corporal. No solo duelen las heridas o quebrantos físicos. Eso ocurre, ciertamente, en el ámbito de las experiencias normales. Pero cuando vamos a los extremos, cuando, por ejemplo, nos acercamos a las vivencias de los psicóticos, podemos observar que el dolor tiene una función más amplia: la de avisar de la interrupción o bloqueo del impulso vital general. Entonces, aun en ausencia de eventuales causas físicas, corporales, el dolor puede aparecer. Es lo que experimenta también, precisamente, el fibromiálgico, respecto del cual habría de valer asimismo la interpretación de que el impulso vital y el contento que produce sentir que uno está en marcha, evolucionando de lo peor a lo mejor, está interrumpido o bloqueado, y que se necesita, por tanto, abrir la vía del porvenir, de la expectativa de mejorar, o lo que es lo mismo, del deseo, del entusiasmo, y aun antes que eso, es preciso salir de la indiferencia, de la sensación (del prejuicio) de que todo da igual.    No es, por tanto, que esta forma de experimentar el dolor sea propia solo de los psicóticos. Gracias a ellos, sin embargo, y gracias también a la experiencia de los fibromiálgicos, si es que nos decidimos a interpretar de esta forma el aviso que significa el dolor, podemos entender que, más allá de sus causas corporales o fisiológicas, el dolor está empujándonos en la dirección del èlan vital, empujándonos hacia la vida.