Una trascendencia hogareña

Por Dcarril
En el análisis del mundo contemporáneo habíamos descubierto la incitación a la sospecha, una incitación que favorecería la aparición de pensamientos inquietantes, que se hallan dirigidos al esclarecimiento de una trascendencia oculta. Ahora bien, sería un error pensar que la idea misma de trascendencia nace de una ocultación provocada artificialmente por una determinada configuración del mundo; la idea misma de trascendencia es, obviamente, más compleja, y si bien el mundo en el que vivimos se ha especializado en fomentarla de un modo tangencial, hay que decir que la constatación simple del mundo (a la manera, por ejemplo, como querría la evidencia fenomenológica), lleva ya en sí misma el problema de la trascendencia.
¿Qué significan, por ejemplo, los actos cristianos de la fe? El cristiano busca pruebas y pide a Dios que algo le muestre su presencia, para aliviar la oscuridad propia de la ocultación trascendente; el cristiano quiere, ante todo, disminuir su angustia ante una esencia desconocida. Esta oscuridad emerge en la experiencia inmediata con las cosas del mundo, aunque en el cristiano o en el hombre religioso sus convicciones la conviertan en temor. ¿Cómo se produce semejante experiencia de la oscuridad? Sencillamente, a través de la negación de un convencimiento muy propio del mundo fenomenológico, a saber, que las cosas experienciadas en su pureza, contienen su sentido en sí mismas. Que el "enigma no existe" es por cierto una tesis tan propia de Wittgenstein como de Husserl. La creencia en que la claridad de la razón daría luz suficiente a todo el orbe de cosas por conocer encuentra sus límites en la propia experiencia: el sentido de las cosas no nos viene dado consigo mismas, cosa que ya podemos aprender en Hegel o en Marx. Un texto puede ocultar su verdadera intención; una palabra puede contribuir a oscurecer un pensamiento; un sentimiento puede albergar intenciones o pensamientos que su poseedor desconoce. En definitiva, la luz de la razón es muy breve, tan breve que la psicosis de la estabilidad de la apariencia ha sido un pensamiento recurrente a lo largo de toda la historia de la filosofía.
La totalidad fantasmal a la que apunta el sentimiento místico de todo hombre (sentimiento alienado en nuestro tiempo en otros tipos de manifestaciones, p ej, el cientificismo, el patriotismo, el nihilismo, etc), viene avalada por la propia experiencia. La totalidad inteligible que exige la razón no se manifiesta en el mundo sensible, sujeto a cambios, pareceres, transformaciones y engaños. Pero son estos mismos cambios los que alientan la idea de una unidad del sentido que los trascienda. La idea de la totalidad nos invoca desde la oscuridad pero aparece junto a nosotros, en la simple experiencia sensible y cotidiana. En el fenómeno aparece la posibilidad fantasmal de la idea, de una unidad absoluta que de razón de ese fenómeno. Y nuestro entendimiento no se equivoca. Lo que le cuesta comprender es que el alcance de esa unidad se encuentre más allá de lo que él puede ver. No es que el entendimiento (Verstand) vea sólo relaciones, y la razón (Vernunft) el sentido de esas relaciones. El entendimiento mismo es razón. Pero lo que busca la razón sólo puede conseguirlo con su muerte. La muerte es el verdadero cambio, la verdadera entrada en la trascendencia que la razón intuye. Mientras llega ese momento, sin embargo, la razón se ve obligada a buscar un sustituto. Y ese podría ser el motivo de la sospecha de una trascendencia como lazo de sentido o razón que a la vez se presenta, con una claridad hogareña, a nuestra experiencia cotidiana.