No es el ateo de abiertos sentimientos anticlericales que alberga en mí quien me ha empujado a escribir las siguientes líneas y me ha llevado a sacar cierta rabia contra el grotesco espectáculo que hace pocos días se escenificó a poco más de doscientos kilómetros de mi casa. No se ofendan los creyentes, amigos y enemigos, si estas palabras mías, en una forma u otra, puedan herir sus sentimientos. La mía no es una cruzada anticatólica, ni un intento de desacralizar lo respetablemente sagrado. Es más el desahogo de un estudiante, apasionado entre otras cosas de historia, de política y de Cuba, frente a los estupros colectivos perpetrados contra el respeto a la memoria de los inocentes.
El pasado día 27 de abril, estaba disfrutando mi ocioso y en cierta forma aburrido domingo italiano, cuando el televisor me propuso la canonización de los dos extintos monarcas vaticanos Juan Pablo II y Juan XXIII. Quedé hipnotizado por esa ola increíblemente inmensa que acompañaba la mística función; este gigantesco río humano que había afluido sobre la capital de mi país y había momentáneamente eliminado la invisible y mussoliniana frontera entre dos territorios pertenecientes a una misma realidad geográfica y a dos distintos y muy seculares poderes políticos.
Admito que no le presté la debida atención a la biografía de Juan XXIII. Tal vez debido a la trayectoria de mis estudios universitarios o de mis lecturas personales, me fijé inmediatamente en lo que hacía referencia al otro ex-pontífice, el polaco Wojtyla. Y como era de esperar hubo palabras de jubilo y profunda admiración hacia el casi santificado ex-reinante. Jóvenes y menos jóvenes fueron entrevistados por disciplinados periodistas que reiteraron la monótona visión, o mejor ficticia construcción, de Juan Pablo II, ese gran Papa “peregrino” que había viajado alrededor del mundo para ayudar a los pueblos menos afortunados.
Se estaba reiterando una gigantesca mentira en mundovisión. Era una farsa. Ninguno de los entrevistados conocía -ni parecía interesado a conocer- elementos esenciales de la vida del santo rey. Ninguno de los entrevistadores, por otro lado, se atrevía a abrir una brecha en toda esa bufonada. No había posibilidad de réplica, no existía ninguna forma para que alguien interviniera y aclarara muchos conceptos históricos que estaban siendo destrozados. No resistí a tanta blasfemia. Apagué el televisor y me atrincheré en un reflexivo silencio.
Mi mente empezó a viajar. Me preguntaba cuáles podrían ser las hazañas cumplidas por ese teócrata para justificar, al menos a nivel popular, su santificación. Juan Pablo II fue el Papa que durante toda mi adolescencia estuvo condenando una y otra vez el uso del preservativo, mientras el SIDA seguía siendo una asesina pandemia que mataba a millones de personas cada año; fue otro Papa misógino que no le quiso reconocer ningún papel relevante a la mujer dentro de la Iglesia católica; fue otro Papa sexualmente conservador y homófobo hasta el hueso. En su totalitario delirio de omnipotencia aplastó toda voz -contraria, reformadora o progresista- que se había alzado dentro de la catolicidad. Durante su reinado, la Iglesia respaldó más o menos explícitamente a los gobiernos militares de algunos países, sobre todo de Latinoamérica, como El Salvador, Nicaragua, Chile o Argentina, bajo cuyas manos sangrientas cayeron centenares de miles de seres humanos.
Frente a este unánime respaldo hacia la improbablemente sagrada figura, necesitaba encontrar una alternativa que rompiera el esquema monótono; una voz distinta que se atreviera a gritar la ya conocida verdad y la pusiera a disposición del mundo. Empecé a navegar por los espacios virtuales de Cuba. Compulsivamente, trataba de buscar una mínima señal de diferencia, un “mas” o un “pero”, una mancha en la vida inventada de este controvertido hombre que le quitara un buen pedazo de autenticidad histórica a la innoble farsa apostólica que se estaba consumando. Pero nada.
Con relativa sorpresa, pero siempre con mucha decepción, descubrí que Cuba y la prensa cubana se habían sumado al unánime respaldo a la santificación. No había opinión al respeto. No se decía nada sobre el controvertido pasado del poderoso monarca. No había un comentario de crítica o una seria investigación. Una vez más, Granma, Juventud Rebelde, Prensa Latina y Cubadebate -este último se considera “contra el terrorismo mediático”- confundían periodismo con diplomacia y ofrecían al mundo unas notas diplomáticas con disfraz de artículos informativos. Era sencillamente la visión oficial de un gobierno (el de Cuba) que reconoce y, como debe ser, quiere tener relaciones diplomáticas con otro gobierno (el del Vaticano).
George Orwell dijo “En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”. Pues bien, después de leer las noticias ofrecidas por la prensa cubana, que en este caso ha decidido unirse a ese gran engaño universal y estuprar el respeto a la memoria de los inocentes, quedo aquí esperando que aparezca -o despierte- una verdadera y auténtica prensa revolucionaria.
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