"Si consideramos la práctica de la enseñanza como ejemplo, y lo mismo que se dice de esta podría decirse de otras prácticas como la medicina o la política, observamos una diferencia decisiva entre el modo como en la antigüedad el maestro acogía a sus discípulos y la manera como hoy día el profesor recibe a sus alumnos. En la antigua Grecia discípulo y maestro se sentían participantes de comunidades políticas con proyectos comunes, y las escuelas que nacían en las grandes polis griegas no tenían sentido fuera de aquellos proyectos. En el momento en que la actividad pedagógica, o cualquier otra actividad, se encontraba ya integrada en un proyecto común, discípulo y maestro se sentían obligados a adoptar una posición respecto de su compromiso para con la comunidad. Fuera una comunidad de ciudadanos atenienses, de políticos o de científicos, el individuo, sintiéndose ya parte activa de aquella, comprendía que debía asumir unadeterminada actitud en y para la comunidad, avivándose su compromiso y sentido de la responsabilidad. Sin embargo, la instrumentalización y mercantilización que actualmente rigen las relaciones humanas en el ámbito educativo, por las que el alumno es muchas veces reducido a cliente o convertido en consejillo de Indias de un sinfín de programas experimentales, lejos de favorecer aquel compromiso para con la comunidad, acaban atomizando y aislando a los individuos entre sí.
No es extraño, en este sentido, que cualidades valorables en la enseñanza tradicional, como la confianza, la paciencia y la escucha, estén siendo reemplazadas por otras encaminadas al cumplimiento de objetivos y estandartes de eficiencia y rentabilidad. Frente a la confianza, por ejemplo, que otorga el maestro al discípulo, las sociedades del hiperconsumo dirigen la producción hacia mercancías confiables y compradores confiados. La confiabilidad, frente a la confianza que necesita de la donación y la gratuidad, se puede fabricar, comprar e intercambiar. Tampoco la vida acelerada que imponen las sociedades posindustriales deja tiempo a virtudes aptas para la enseñanza como la paciencia. La absolutización del valor de la exactitud y de la puntualidad, la preeminencia del objetivo sobre el deleite de la búsqueda, la exigencia de precisión en todos los ámbitos de la vida, incluso en los destinados al esparcimiento libre, impacientan al espíritu más sereno. Finalmente, frente a la escucha, que brinda al prójimo la posibilidad de abrirse y descubrirse, las modernas políticas educativas parecen atender únicamente a la capacidad atencional y a métodos de control y medición de la misma con el único propósito de aumentar el rendimiento del alumno.
En estos contextos donde la digitalización y mercantilización de contenidos experienciales desplazan al diálogo y otros movimientos de aproximación, como la escucha y el acogimiento, urge retornar a actitudes basadas en el don y la generación. Si las «éticas de la autenticidad» sirvieron en el pasado siglo para desmantelar –o, al menos, evidenciar- los factores alienantes de sociedades cada vez más falsificadas, las «éticas del don» pueden contribuir a recuperar el sentido de prácticas fundamentales para la comunidad como la «escucha» y la «espera». La creación de espacios que devuelvan el sentido a experiencias como el diálogo, la proximidad o el acogimiento, y que visibilicen y reconozcan la labor del donante, puede ser fundamental para ir reconquistando el territorio colonizado por el capital y la mercancía. Precisamente, el hecho de que el guía espiritual, presente en el padre, el amigo o el maestro, se encuentre al alcance de cada uno, convierte al director de almas en el arma más poderosa para reconducir, desde otro lugar, nuestro tiempo. Quizá entonces cualidades tan humanas como la confianza, el apego o el pudor, que van perdiéndose con la pantallización del mundo, recuperen su lugar natural."