Uniformes sucios: War Paint y el oficio de Lesley Selander. Violento, rápido y directo,el western barato de los años 50.

Publicado el 08 marzo 2011 por Esbilla

War Paint (Pintura de guerra)
Lesley Selander

1953

EEUU

89 min.

Fotografía: Gordon Anvil

Música: Arthur Lange y Emil Newman

Montaje: John F. Schreyer

Reparto: Robert Stack, Joan Taylor, Keith Larsen, Charles McGraw, Peter Graves, Walter Reed, John Doucette, Charles Nolte, Douglas Kennedy, James Parnell, Paul Richards

A Budd Boetticher no le hacía demasiada gracia que hablaran de él como un director de serie-b, parafraseando libremente al maestro (y a su vez al habitual y sabio Duke, capataz del Territorio Ranown y que dejó esta sentencia inapelable en los comentarios sobre Mando Siniestro)  una película de serie b está hecha por un director desconocido, con actores de tercera fila, en absoluto estrellas, y un presupuesto totalmente ínfimo, rodándose como mucho en 10 días e incluso en menos de una semana. Y es cierto, el concepto de seri-b se ha expandido, se ha convertido en una marca con un significado ala vez lo suficientemente reconocible y lo bastante impreciso. En él caben desde los seriales y la genuina seri-b, a los filmes de bajo presupuesto (o incluso de medio) que componían el grueso de la producción de los estudios hasta principios de los 60 y también a las muchas, muchísimas productoras independientes que menudearon desde, precisamente, el ocaso del Studio System. Por todas y cada una de esas vicisitudes, etapa televisiva inclusive cuando el nuevo medio heredó muchos de los aspectos de producción del cine hollywoodiense, pasó Lesley Selander. Desde Hopalong Cassidy, hasta Almería con unos Audie Murphy y Broderick Crawford más que decadentes en Texas Kid (1966)-producido por los Balcázar, rodado en su Esplugas City y donde comparecían un puñado de característicos nacionales, por ejemplo Víctor Israel y Aldo Sambrell o la fenomenal Diana Lorys-, prolongando al agonía de una manera de hacer y ver el género que ya no tenía cabida a finales de los 60 en trabajos como Fort Utah (1967) con el genial John Ireland y la otrora sexy miope Virginia Mayo y Arizona Bushwhackers, su última película en 1968, nuevamente contando con Ireland de nuevo (además de otras entrañables presencias como las de Brian Donlevy o Scott Brady, estrella del bajo presupuesto él mismo) y repescando a Yvonne De Carlo a cuyo servicio trabajó en un puñado de títulos cincuenteros destinados a propagar su exotismo/erotismo lo mismo en los agrestes parajes del western que en las acariciantes dunas del tits and sand.

Meterse aquí a, tan siquiera, sobrevolar la filmografía de Selander intentando sacar cualquier tipo de conclusión sería por igual una labor titánica y absurda. Primero por su desorbitado volumen y sostenimiento en el tiempo, de 1936 (aunque se había iniciado al oficio sirviendo como ayudante o lo que tocase desde finales del silente) hasta el mencionado 1968, más de un centenar de títulos, con una abrumadora mayoría de westerns, entre el ínfimo, el bajo y el medio presupuesto. Segundo por al propia naturaleza de su posición en la industria, en la cual Selander era un pieza más de un engranaje mayor. Sencillamente facturaba la película que tocaba en el tiempo y forma asignado para cada ocasión y economía, lidiando con guiones de interés fluctuante, actores de todo pelaje o la propia disposición de ánimo (léase motivación) del director, todo lo cual aboca a una filmografía irregular por fuerza e inabarcable por extensión. Unida por una argamasa feliz y prácticamente perdida, la de entretener con honestidad, sin mayores ambiciones, con filmes rápidos y divertidos, llenos de emoción en formato reducido (dudo que ninguna de sus películas supere o llegue a los 90 minutos) y en los cuales, de tarde en tarde se encontraba una veta de genio singular, fogonazos purísimos de nervio, sangre y cine.

¿Cómo reivindicar entonces seriamente a un director merecedor de ello como es el caso de Lesley Selander? Seguramente tal cosa solo sea posible desde dos enfoques (no excluyentes): o bien procediendo a una exhaustiva revisión obra a obra hasta extraer de modo quirúrgico un corpus fornido, nuclear. O bien haciendo caso a las recomendaciones, picando aleatoriamente, dejándose sorprender y tomando cada película como un caso particular, una singularidad iluminada con fuerza, en este caso War Paint (1953), que se recorta contra un descomunal fondo difuminado, solamente intuido pero presente de forma insoslayable.

Pintura de guerra, título con el cual a sido emitido este formidable western en las televisiones autonómicas pertenece a la fructífera asociación entre Selander y el productor/director Howard W. Koch (no confundir con el prestigioso guionista Howard Koch) en el seno de la Bel-Air Productions, empresa fundada entre este y el avezado independiente Aubrey Schenck, quien llevaba desde los 40 poniendo en marcha diversos títulos noir de estilo directo y documentalista entre ellos las estupendas La brigada suicida (1947) de Anthony Mann o Puerto de Nueva York (1949), del hoy olvidado Laslo Benedek. La distribución estaba garantizada por parte de la major United Artist, es decir que no se trata de serie b en sentido estricto, sino que es un trabajo de compañía independiente, uno de esos pequeños satélites en los cuales los grandes estudios delegaron la que antaño había sido, precisamente, su producción “b”. En estas condiciones Selander rueda 9 películas entre 1953, fecha de inicio de la colaboración con esta War Paint, y 1957 cuando abandona la compañía tras filmar Outlaw’s son. Por si fueran pocas películas, en paralelo y de forma frenética seguía  trabajando también en otra independiente, la Allied Artists, una especialmente señera y de ciertas ambiciones, nacida nada menos que de las cenizas de la minor Monogram y para la cual venía rodando desde los primeros 50 en una serie de trabajos que abarcaban tanto el western como el bélico o las aventuras. Para ellos firmó dos westerns, hoy de cierto prestigio, con el gran Sterling Hayden: Flechas incendiarias en 1954 y especialmente la pradera sangrienta en 1955, donde el actor se emparejaba con la diva Yvonne De Carlo bajo las directrices de un guión escrito por el actor (malo) Rory Calhoun.War Paint (sin relación con el film mudo así mismo titulado que dirigiese en 1926 W.S.Van Dyke), film sustantivo y poco adjetivo, se explica tan rápido como se ve: una patrulla de vuelta al Fuerte de origen recibe el encargo de interceptar una delegación política con el objetivo de entregarles un tratado de  paz recién firmado que a su vez esto deben de llevar al jefe Nube Gris. Sin su conociendo ese primer destacamento ya ha sido aniquilado, así que tras una breve espera el Teniente Billings decide que ellos mismo cumplirán al órdenes, para lo cual serán guiados por el hijo del mismísimo Nube Gris, el orgullos guerrero Taslik. El camino, cada vez más largo y penoso estará lleno de contratiempos y trampas ya que en realidad este no desea la paz sino la guerra que indican su pinturas, al igual que su feroz hermana, elemento en la sombra que ayuda a diezmar a los soldados a base de sed y fatiga. Muerto Taslik y capturada Wanima, con los soldados medio muerto y enloquecidos la última trampa será una abandonada mina de oro donde solo los que mantengan la cordura podrán sobrevivir. Conmovida por al determinación suicida de Billings y consciente de que semejante batalla no servirá para nada Wanima accederá finalmente a escoltarle al campamento de su padre, al cual nunca les veremos llegar, por cierto aunque esto más bien es achacable al presupuesto, magro, que a cualquier tipo de ambición simbólica.

Para una filmación que tiene lugar en los impresionantes exteriores de Death Valley californiano, elemento natural y telúrico este clave en la sobresaliente consecución del invento, en su agobiante fisicidad y áspero realismo (la película es pródiga en enfrentamientos cuerpo a cuerpo y tiene gran peso el detalle de la decrepitud de los personajes: impolutos en sus uniformes al principio, completamente sucios y demacrados al final), se recluta un sólido equipo de intérpretes encabezado por Robert Stack, quien pese a haber llamado la atención durante los 40 no había terminado de dar el salto al estrellato y trabajaba en el periodo en producciones de este tipo o en cometidos secundarios en alguna de mayor fuste como Escrito en el cielo, un film de William A. Wellman protagonizado por John Wayne. Actor de enorme intensidad, casi especializado en personajes neuróticos y de compleja psicología como los dos que le dieron justa fama y prestigio a las órdenes de Douglas Sirk, primer en Escrito sobre el viento y luego en Ángeles sin brillo, ha pasado en todo caso a la posteridad por encarnar al implacable Elliot Ness televisivo entre 1959 y 1963, comenzando por la formidable película piloto que rodó el gran Phil Karlson y que llegó a comercializarse en los cines de España como Caracortada, un policiaco retro violento y poderoso con un Stack imponente como obsesivo agente de la ley y un Neville Brand absolutamente genial en la piel de Al Capone. Idéntica intensidad, idéntica contención rayando lo paroxístico, idéntica determinación imparable emplea el actor para su personaje de Teniente encargado de hacer llegar una tratado de paz a los indios sea como sea en este War paint, conformando, junto a dos obras maestras como La casa de bambú (Sam Fuller, 1955) y Una pistola al amanecer (Jacques Tourner, 1956) sus mejores interpretaciones, no en vano previas a su determinante encuentro con Sirk. Sin duda la presencia física y el tono interpretativo, ambos ambivalentes, del actor determinan gran parte del mismo estilo de la película, poco dado a meandros románticos, con personajes durísimos y desagradables casi en su mayoría, rebosante de momentos de violencia inusitada. Su misma apertura es definitoria: sin mayor conocimiento de personajes o hechos encontramos a los dos hermanos indios cruzando disparos con un par de blancos, uno de ellos recibe un impacto en plena cara, cuando el otro se levanta para socorrerle es igualmente ejecutado. Taslik se levanta orgullos, en dos saltos se planta en la duna donde están los cuerpos, levanta uno de ellos por el pelo y le arranca (esos si, en off) la cabellera. Selander mata dos pájaros de un tiro, por un lado nos introduce en la película de un empujón (con un estallido que diría Fuller) por el otro ya nos ha explicado quienes serán los antagonistas y cuando encontremos a Taslik más adelante guiñado al grupo estaremos siempre en guardia al saber algo que los personajes no saben y que resulta esencial.

Este personaje, en apariencia capital como antagonista, desaparecerá a mitad de metraje (muerto encima de una manera rastrera totalmente sorpresiva) a favor de la manera mayor que supone su hermana, primero desde la sombra, luego manipulando psicológicamente al grupo, esta encarnado por Keith Larsen, un especialista de la época en personajes “exóticos” en westerns de ínfimo presupuesto que haría cierta carrera televisiva en incluso perpetraría algún subproducto que otro como director en los 70, coproducción con Japón inclusive: Aru heishi no kake (sic.)-.  Wanima recae sobre Joan Taylor, actriz bella y de mirada triste con una carrera principalmente televisiva (con especial importancia su intervención en El hombre del rifle, célebre serie protagonizada entre 1958 y 1962 por Chuck Connor quien también estuvo a las órdenes de Selander en un par de ocasiones, entre ellas el  modesto pero nada despreciable western de caballería Tomahawk Trail en 1957) que reincidiría con el director en Fort Yuma, otra producción Bel-Air de 1955 (entre medias todavái ejercerá de secundario en otro Sekander: The Yellow Tomahawk, a mayor gloria del mentado Rory Calhoun y compartiendo reparto con Lee Van Cleef) donde Peter “Misión: imposible” Graves ejerce ya de héroe y no de desagradable villano como en esta oportunidad. Porque efectivamente Graves es el “enemigo interior” de la patrulla en comandita con otro gran característico como fue Robert Wilke, actor de rostro torvo y carismática presencia, villano o simplemente tipo poco de fiar en multitud de producciones (cinematográficas y también televisivas, claro, entre ellas Los Intocables o El hombre del rifle) durante más de cinco décadas y que había trabajado ya y volvería a hacerlo después con Lesley Selander y con el propio Stack, ya que se ocupó de un personaje episódico en Escrito sobre el viento y de otro en Ángeles sin brillo, aunque lo más probable sea recordarlo como uno de los tres asesinos del clásico Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), siendo los otros dos Sheb Wooley (quien al parecer trabajó como extra en Flechas incendiarias) y, claro está, Lee Van Cleef. Su cualidad de figura de culto quedaría refrendada cuando, en su vejez, Terrence Malik lo reclamase para su esteticista Días del cielo (1978). Y las casualidades no cesan, ya que también tenía un papel en Espartaco (Stanley Kubrik, 1960) donde ejercía de memorable entrenador de gladiadores el durísimo Charles McGraw, formidable intérprete de imponente voz y rostro pétreo, protagonista o secundario indistintamente, entre la “b” y la “a” entre el noir (por aquí paso como héroe de The narrow margin), el western, el bélico o lo que tocase (y el cual, para seguir dentro del laberinto, también apareció en Los Intocables) a ambos lados de la ley pero con preferencia por los hombres duros pero justos como el que tiene a su cargo en esta War Paint: un sargento veterano y fiel, capaz de sacrificarse por la misión si hace falte y aunque no le guste como se está llevando las cosas.

El objeto de este laberíntico recorrido por nombres, cruces y coincidencias (y todo sin meterse en el apartado técnico) pretende, más allá de reflejar lo pequeño del mundo hollywoodiense, explicar algunas de las necesidades del cine de bajo presupuesto en cuanto a economía narrativa y/o expositiva. Estos actores, reconocibles por el público y más que eso, perfectamente codificados a través de sus físicos, ahorran tiempo de presentación e incluso de caracterización. El exótico hieratismo de Keith Larsen y Joan Taylor, la ambivalencia física de Robert Stack y Peter Graves, la hosca dureza de Wilke y McGraw…todas hablan por si misma explicando de manera visual y directa a los personajes que incorporan, arrastrándose, además, el conocimiento que sobre sus prestaciones y personajes anteriores tiene el público que conoce así y ya de antemano algunos de los posibles giros de la trama.

Así se construye una obra rápida, seca, sorprendentemente abstracta y con pocas concesiones, de un tono pesimista y desencantado extraño incluso, con momentos puntuales que, por ejemplo, anuncian otros de esa obra maestra que es el Río Conchos de Gordon Douglas; por ejemplo: tras capturar a Wanima, herida y que poco antes ha acribillado a balazos a un explorador que llevaba la última remesa de agua del grupo, Billings (no así en fotocromo, como se puede ver abajo) no tienen miramientos en acercarle una cerilla encendida al ojo para hacerla confesar mientras el resto de soldados la sujetan e incluso en joven cartógrafo, poco antes consternado por las bromas sobre su novia de otro compañero mujeriego, grita histérico…”¡Quémele el ojo, quémeselo!”A esa firmeza (incluso fiereza) colaboran tanto las mencionadas cualidades físicas de intérpretes y espacio (maravilloso empleo del paisaje como elemento dramático capital, donde no son precisamente raros los planos con los personajes atravesando penosamente el encuadre de parte a parte) como un sentido narrativo económico en extremo, privativo del cine norteamericano, donde cada detalle cuenta la historia y la hace avanzar según un sentido de la acción imparable o mejor dicho, una comunión perfecta en la cual la acción es narración y viceversa. Señalar apenas un par: uno de ellos, durante la espera antes de partir al territorio indio uno de los soldados no puede contener la nostalgia por su hijo recién nacido y el cartógrafo le regala entonces el dibujo de un bebé, más adelante ese retrato será abandonado en el suelo, entre el polvo desértico que levanta la brisa. Otro de similares características pero que afecta a todo el grupo (y también significa un cambio en el carácter inflexible de Billings, ya erosionado por la fatiga): la patrulla encuentra las tumbas de sus predecesores y en vista de que el agua no va a alcanzarles para todo el viaje tal y como van cargados deciden abandonar todo lo no esencia. Cuando los soldados se disponen a dejar los sables Billings bufa que después de todo aun son soldados de caballería. Poco después Wanima espantará los caballos y al reanudar la marcha los sables se quedan en el suelo, ahora son infantería.