Uno

Por Calvodemora

Se suele decir que quien lee de joven lo hace también ya de adulto. También que quien escribe tempranamente, aunque sean los diarios ligeros, esas purgas dolorosas del alma atormentada de la juventud, lo hará más adelante. Se trae de igual manera el argumento de que lo hecho en la época en que nos formamos forja el carácter que se tendrá en el futuro, que todo lo que nos sucede - lo bueno y lo malo - acaba acudiendo en el inefable futuro. Yo no leí nada de joven o leí tan poco que ni tengo un recuerdo fiable al que agarrarme. Tampoco escribí como para que esa marca resplandezca ahora y se justifique mi prolijidad por aquella veleidad mocentera. Debo añadir que ninguna experiencia que viviera en mi infancia ha marcado mi edad adulta. No soy un personaje de Tolstoi, aunque a veces uno lo desearía. Querría uno tener qué contar, digo algo relevante, acudir a los recuerdos y escribir una novela autobiográfica, aderezada con las ficciones de rigor, disimulada con los adornos esperables. El blog no deja de ser una biografía también, una a la que se viste con la ficción necesaria, la que hace que el pudor no lo impregne todo y se tenga la idea de que anda todo muy disperso, muy fragmentado, muy encriptado también. Escribir no deja de ser una voluntad clarificadora de uno mismo. Se empieza contando un episodio trágico de la infancia y se termina por airear lo que le hemos puesto por la mañana a la tostada. Será lo de no tener a nadie más a mano, tal vez. Ejercicio autocontemplativo, dice mi amigo Ramón. Dar sentido a los pasos, añade. No se sabe nunca si lo tienen en verdad. No dudo que escribir aclare un poco esa incógnita. Por no saber, en el examen de lo que se conoce, ni siquiera poseo la idea clara de qué hubo en mi infancia - o en mi adolescencia - que ahora cale y marque lo adulto. Pienso en cosas sueltas, en iconos insobornables - el Jabato, el capitán Trueno, la Marvel, DC Comics, los cromos del Atleti, los Madelman, el fútbol de los sábados, los días de campo con los vecinos, la playa espléndida de Fuengirola, el patio del colegio Fray Albino - pero no hay un hilo, una trama fiable de la que partir y sobre la que explicar el ahora, que es también un poco disperso y un poco fragmentado, cómo no. Ningún esfuerzo por mi parte para aliviar esa dispersión. Haber tenido episodios dramáticos debe curtir, imagino. Uno tiene el dramatismo de lo leído, la violencia de las lecturas, toda la penosa constancia de que podría hablar del mal que aqueja al mundo, pero vivido en los otros, contados por otros, eventualmente transferido a la vivencia personal, pero no labrada por ella, no escrita en el primer mandato del verbo. La literatura, la grande y la pequeña, surten de vida a los que poseen -en su estricta opinión- una vida menor, de rango inferior, exenta de las peripecias de las de las novelas. Quizá la vida tiende a novelarse, a adquirir la sustancia de la novela y a transustanciarse en ella, conformando un todo firme y fiable, como si una fuese el reflejo de la otra o viceversa. Se suele decir que la ficción es hija de la realidad. Son solo hermanas, van de la mano, se gustan y copulan bastardamente, haciéndonos creer que podemos interferir en la cosecha, en su fértil camada.