Marisa Monte canta que sim son tres letrinhas, todas bonitinhas, fáciles de decir. Tiene razón. La samba tiene razón. Brasil tiene razón. Todos deberíamos entrar en modo Brasil en en algún momento, a menudo, siempre... Es fácil decirlo sentado en este improvisado cine al aire libre que han montado en la playa de Perequé, en la isla de Ilhabela, en el exhuberante litoral de Sao Paulo. Y es que parece que me persigan los festivales culturales de todo tipo. ¿O soy yo el que los sigo? Estoy en Brasil invitado por la gente de la Balada Literaria. Decido llegar unos días antes y relajarme en las aguas del Atlántico con minha namorada y ¿con qué me encuentro? Con un festival de cine en la isla. Y de repente, aquí estoy, sentado a apenas 10 metros del agua, viendo Simonal, un documental sobre un gran cantante de MPB de los años sesenta que cayó en desgracia en los setenta por un turbio asunto con managers y militares, que intentó relanzar su carrera en los ochenta, para terminar muriendo solo y despreciado por sus compañeros de generación en los noventa. A él debemos la versión definitiva de uno de los temas que definen el modo Brasil. Cantemos!: moro num país tropical, abençoado por Deus, e bonito per natureza... Y sí, uno tiene sensación de pisar un territorio único en el que todo el mundo puede ser irredentemente hedonista. Como este gordo inmenso que come en la mesa de al lado ataviado únicamente con un sunga azul que apenas contiene toda su descomunal humanidad. A su lado, su mujer le acaricia la barriga sin pudor, mientras deglute un enorme pescado que, ¿cómo no?, se llama Namorado. La escena es calcada a una de la Gran Bouffle, la gran película de Marco Ferreri sobre 4 amigos que se van a una casa a comer hasta morir. Pues bien, en este restaurante, el mejor de la isla, según nos dicen, aceptan a este señor semidesnudo y aceptan a esta otra señora vestida para la Ópera. Todo vale en Brasil. Lo importante es ser feliz. O al menos intentarlo. Y en eso estamos, circulando por la carretera que bordea la costa, extasiados ante un paisaje sinuoso que cambia a cada curva, esquivando perros adormilados y señoras cargadas con bolsas, escuchando a Charly García y dudando de que la alegría no sea sólo brasileña.
Ya en la noche, como aperitivo a la Balada, leo Unos días en el Brasil, el diario de un viaje de Adolfo Bioy Casares a Rio de Janeiro con motivo de un congreso literario. El breve diario viene acompañado de un posfacio de Michel Lafon que quizás use para amenizar la mesa redonda a la que me han invitado a hablar.
Sensación de una huida perpetua, de un insoportable e incomprensible (y sin embargo apetecible) desplazamiento: Bioy no sabe desde el primer minuto por qué aceptó la invitación, no tiene nada que decirles a los otros invitados, rechaza las amistades obligadas y los ejercicios impuestos, odia la retórica vacía, no quiere hablar en público (¡es "escritor por escrito"!), multiplica los actos fallidos, no logra seducir a ninguna mujer ni interesar de verdad a ninguna estrella literaria; apenas llega a algún lugar del mundo empieza a preguntarse por qué no prefirió "no hacerlo" y quedarse en casa. La reunión literaria como colmo de irrealidad, como triste trampa fantástica...