Con una pregunta retórica que camufla tan sólo a medias una convicción meditada, Michel Lafon nos interroga en la página 80 de este libro: “¿Y si Bioy fuera el mayor diarista del continente?”. Amortajado y sin duda preterido por la sombra descomunal de Jorge Luis Borges, el argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) es uno de los escritores menos justamente valorados de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. De poco parece servir, en nuestro mundo de etiquetas y de podios, haber escrito El héroe de las mujeres, Plan de evasión o La invención de Morel: a Bioy siempre se le señalará como el autor que, en el mejor de los casos, va después de Borges y de Julio Cortázar en la literatura argentina. El marchamo es desde luego injusto; y este pequeño cuaderno de notas que coeditan La Compañía (Buenos Aires) y Páginas de Espuma (Madrid) acaso contribuya a fomentar un tratamiento más razonable sobre este autor. Invitado a un congreso del PEN Club en 1960, al que asiste con una cierta desgana irónica (“Yo no hablo. Soy escritor por escrito”, p.22) y en el que se desenvuelve con una frialdad muy poco corporativa (“Estos escritores, ¿no se preguntan en ningún momento si están jugando a ser diputados? Cómo les gustaría serlo”, p.28), Bioy Casares nos ofrece en estas páginas un mosaico de impresiones tomadas velozmente del natural, con voluntad casi taquigráfica. Contemplamos así un fresco dibujado con teselas multicolores (dulces, amables, agrias, incisivas, tolerantes, coyunturales, cáusticas), en las que opina sobre escritores célebres, como el italiano Alberto Moravia (“Impaciente e influenciable”, p.29); sobre algún otro, de cuyo nombre no nos informa (“Qué sinceramente interesado está en él mismo”, pp.33-34); o acerca de un delegado belga, al que crucifica con una definición tan aplastante como malévola, y cuyo término penúltimo no la exonera de crueldad (“Pesado, corpulento, gotoso, impaciente, malhumorado, hosco, quizá estúpido, a veces gracioso, mal poeta”, p.50)... Con un material que, en otras manos (como las de Andrés Trapiello), hubiera generado un volumen de medio millar de páginas, Bioy nos retrata unos días tediosos, poco enriquecedores para el escritor, de los cuales dejó también algunos documentos gráficos (como esas fotos de una Brasilia en construcción, que se anexan como epílogo del volumen). El dandy inevitable, el caballero casi anacrónico, el gourmet exquisito que fue Adolfo Bioy Casares nos asalta en cada una de estas páginas, con cuya lectura se amplía nuestro conocimiento de la persona y también del personaje. Una buena ocasión para acercarse a uno de los grandes (en la sombra) de la literatura.
Con una pregunta retórica que camufla tan sólo a medias una convicción meditada, Michel Lafon nos interroga en la página 80 de este libro: “¿Y si Bioy fuera el mayor diarista del continente?”. Amortajado y sin duda preterido por la sombra descomunal de Jorge Luis Borges, el argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) es uno de los escritores menos justamente valorados de la narrativa hispanoamericana del siglo XX. De poco parece servir, en nuestro mundo de etiquetas y de podios, haber escrito El héroe de las mujeres, Plan de evasión o La invención de Morel: a Bioy siempre se le señalará como el autor que, en el mejor de los casos, va después de Borges y de Julio Cortázar en la literatura argentina. El marchamo es desde luego injusto; y este pequeño cuaderno de notas que coeditan La Compañía (Buenos Aires) y Páginas de Espuma (Madrid) acaso contribuya a fomentar un tratamiento más razonable sobre este autor. Invitado a un congreso del PEN Club en 1960, al que asiste con una cierta desgana irónica (“Yo no hablo. Soy escritor por escrito”, p.22) y en el que se desenvuelve con una frialdad muy poco corporativa (“Estos escritores, ¿no se preguntan en ningún momento si están jugando a ser diputados? Cómo les gustaría serlo”, p.28), Bioy Casares nos ofrece en estas páginas un mosaico de impresiones tomadas velozmente del natural, con voluntad casi taquigráfica. Contemplamos así un fresco dibujado con teselas multicolores (dulces, amables, agrias, incisivas, tolerantes, coyunturales, cáusticas), en las que opina sobre escritores célebres, como el italiano Alberto Moravia (“Impaciente e influenciable”, p.29); sobre algún otro, de cuyo nombre no nos informa (“Qué sinceramente interesado está en él mismo”, pp.33-34); o acerca de un delegado belga, al que crucifica con una definición tan aplastante como malévola, y cuyo término penúltimo no la exonera de crueldad (“Pesado, corpulento, gotoso, impaciente, malhumorado, hosco, quizá estúpido, a veces gracioso, mal poeta”, p.50)... Con un material que, en otras manos (como las de Andrés Trapiello), hubiera generado un volumen de medio millar de páginas, Bioy nos retrata unos días tediosos, poco enriquecedores para el escritor, de los cuales dejó también algunos documentos gráficos (como esas fotos de una Brasilia en construcción, que se anexan como epílogo del volumen). El dandy inevitable, el caballero casi anacrónico, el gourmet exquisito que fue Adolfo Bioy Casares nos asalta en cada una de estas páginas, con cuya lectura se amplía nuestro conocimiento de la persona y también del personaje. Una buena ocasión para acercarse a uno de los grandes (en la sombra) de la literatura.