Este domingo lo tenía claro, quería ir a comer Chiemsee, un lago precioso donde el rey loco dio rienda suelta a sus chaladuras versallescas. Pero no, como casi siempre que me levanto con un antojo, el padre tigre me salió por peteneras con un plan alternativo.
Él quería ir a Walchensee, otro lago alpino de menos renombr. Por no quitarle la ilusión de ahondar en nuestro conocimiento pormenorizado de todos los mierdapueblos de la zona, allá que nos fuimos con las cinco niñas.
Con un certero a callar todas, llegaremos cuando tengamos que llegar y la que tenga hambre que se coma el dedo grande, seguimos a lo nuestro, deseosos de encontrar el restaurante ideal de la muerte a la orilla del lago que tan convenientemente habíamos fabricado en nuestras mentes ingenuas.
Dos horas después seguíamos compuestos, con cinco niñas muertas de hambre y sin plan. Nos lanzamos a la desesperada a las carreteras comarcales reacios como siempre a caer en las trampas turísticas de los sitios más transitados. Nada nos parecía bien, uno no tenía vistas, el otro no tenía parque y al de más allá le faltaba ese no sé qué que distingue a los sitios apetecibles de los tugurios de mala muerte.
Cuando la cosa se pone tensa, el padre tigre suele recurrir al muy manido busca algo en el iPhone, aun a sabiendas de que no hay cosa en el mundo que me ponga de peor genio que esa forma rastrera de delegar responsabilidades que tienen los de Blackberry.
Al poco de empezar nuestro periplo, en chanclas -recuerden que nosotros íbamos a bañarnos al lago, sin toalla-. oímos a lo lejos los compases de una banda y, como poseídos por su música de sirena, nos dejamos llevar.
Cuál no sería nuestra sorpresa cuando nos encontramos comiendo en un biergarten de los auténticos, con una vista de quitar el hipo, en pleno concierto del corpus. Allí estaba todo el pueblo congregado, con sus trajes regionales de los de verdad, no esos esperpentos que se ven en la Oktober fest, bebiendo cerveza y disfrutando del recital de trombón a la fresca de los árboles milenarios.
Nosotros éramos los únicos “extranjeros”. Nos pusimos las botas con bocadillos riquísimos de solomillo de cerdo y salchichas, y nos dejamos agasajar con unas tartas caseras que no se las salta un galgo. A la vuelta, aprovechamos para enseñarles a las niñas como se hacen los fardos de paja.
Por cierto, ni tengo una cámara de esas hipsters, ni photoshop, ni nada. Baviera es así de bonito al natural.