'Usos amorosos del dieciocho en España', de Carmen Martín Gaite

Publicado el 14 noviembre 2016 por Carm9n @Carmenyamigos

A lo largo de los siglos, las doncellas casaderas y las mujeres casadas habían venido siendo machaconamente adoctrinadas para que recortasen sus gustos dejándolos reducidos a la mínima expresión. Las primeras para no perder la ocasión de marido, ya que solamente viviendo en el encierro se lograba adquirir la buena reputación indispensable para poder llegar a casarse; las segundas porque se daba por supuesto y sin que nadie se atreviera a discutirlo que, una vez casadas, ya no tenían nada que desear y sus gustos se convertían automáticamente en los de su marido. Claro que muchas de ellas, aun adaptándose a reprimir sus deseos de libertad y esparcimiento durante la época de la soltería, soñarían probablemente con acceder mediante el matrimonio a algún tipo de emancipación. Pero oigamos cómo cierra implacablemente la puerta Mateo Alemán a estas posibles ilusiones femeninas:
"Parécelas a las señoras doncellas que serán libres y podrán correr y salir, en saliendo de casa de sus padres y entrando en la de sus maridos, que podrán mandar con imperio, tendrán que dar y criadas en quienes dar; háceselas áspera la sujeción; parécelas que, casadas, luego han de ser absolutas y poderosas. ¿Por qué no ponen su ojos en la otra, su amiga, que casó con un marido celoso y áspero que no sólo nunca la dijo buena palabra, pero no le concedió salida gustosa ni aún a misa con una saya de paño en un manto revuelto, como si fuera criada? ... No tome ni ponga la doncella ni la viuda- concluye- su blanco en la libertad". 

En efecto, a lo largo del Siglo de Oro, parece como si las mujeres casadas hubieran dejado de existir. En las comedias del tiempo, apenas se hace alusión a los problemas del matrimonio una vez contraído, y se pone, en cambio, el acento con insistencia en la preparación para el aparejamiento y en los homenajes que un hombre dedica a una mujer para conquistarla. Las mujeres españolas, una vez deslumbradas por el incienso del galanteo, pasaban, de ser reinas por quien se hacen coplas y se cruzan aceros, a recluirse en un mundo donde ningún extraño penetraba y a convertirse en matronas oscuras y virtuosas que tenían por delante- dada la edad juvenil en que el matrimonio solía contraerse- mucho más de media vida para rumiar en soledad el recuerdo de aquellos homenajes a su belleza y posiblemente para comprobar su fraude. Mientas las mujeres casadas en Francia habían empezado a presidir los salones literarios, las maridos españoles se ocupaban, cada cual dentro de sus posibilidades, de amueblar un recinto acolchado y silencioso digno de la condición de sus esposas y, dentro de esta pieza cuidadosamente adornada, un lugar para que tomasen asiento: el estrado. El lugar del estrado estaba elevado por medio de una tarima de corcho o de madera separado del otro ámbito de la sala mediante unas barandillas. Estaba amueblado con cojines, taburetes, almohadas y sillas bajas; y admitir en este reducto a un caballero suponía una excepcional prueba de confianza. Sobre aquellas mujeres sentadas allí entre terciopelos, rodeadas de sus criadas, entregadas a sus labores de aguja, empezaba a correr, desde la fecha de su boda, un tiempo muerto que las envejecía, que las iba desligando de un modo cada vez más irremisible de todo propósito de participación en la vida.Usos amorosos del dieciocho en España, Carmen Martín Gaite
Sirva esta entrada a modo de breve introducción de la reseña que publicaré el próximo lunes, 21 de noviembre, La perfecta casada, de Fray Luis de León

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