Las porcelanas teóricamente no tenían ningún valor: eran loza doméstica, por eso Utz pudo mantener su colección y sacar provecho de ese vacío que los comentaristas marxistas-leninistas no lograban explicar muy bien. ¿Las piezas eran obras de arte? ¿Eran simples bienes del hogar? Lo mejor era no pensar y mirar hacia adelante: dictar que eran tesoros era inventar un trámite más y el Partido no tenía tiempo, el tren del progreso tenía que seguir su camino.
Utz, cómo no, pudo salir de Praga y escapar del régimen: varias veces estuvo en Vichy. Pero en Occidente –ese “abismo pavoroso”– se preocupaba por sus finanzas y “se pasaba las horas despierto”, sin poder dormir. En Checoslovaquia no tenía finanzas dignas de ese nombre y en Praga “dormía profundamente”, tenía su tesoro y de éste se había vuelto un prisionero más... esa colección, “¡por supuesto, me ha arruinado la vida!” Y Praga al fin y al cabo era “una ciudad donde uno oía caer los copos de nieve”. Los funcionarios que le concedían la visa de salida no podían entender cómo regresaba cada vez a ese estado loco y aniquilador, cuando podía escapar a Francia o a Estados Unidos, a Italia o a Inglaterra y gozar de la aparente libertad que esos lugares no menos corruptos ofrecían. Los occidentales lo creían loco a su vez, o peor: estaban seguros de que era un espía.
¿Y Chatwin? Ahí está como el visitante que oye, como el investigador que quiere registrar algo que extraña, como el autor invisible que acepta que la historia y el personaje son lo más importante y que por esto hay que ser discretos. Anoto una última historia a propósito del estado comunista que espía todo el tiempo:
“–¿Escuchan?
–¡Constantemente! –Dejó escapar una risita–. Hay un micrófono en esta pared. Otro en aquella. Otro en el cielo raso, y no sé dónde más. Escuchan, escuchan, escuchan todo. Pero este ‘todo’ es demasiado para ellos. ¡Así que no oyen nada!”.
Tomás David RubioLibélula Libros