Pienso en cómo enfocar este artículo y se me acumulan tantas imágenes, sonidos y sensaciones diferentes, todas positivas, que no sé por dónde empezar. Había ganas de Congreso. Habían pasado cuatro años y medio desde el anterior, que se dice pronto, y ya tocaba volver a vernos en persona, que las pantallas, por útiles que sean, todavía no son capaces de recrear el placer que supone una charla cara a cara, y mucho menos un abrazo, o mil. Y espero que nunca lo logren.
El Congreso de Escritores de la AEN – Asociación de Escritores Noveles (que, ahora sí, parece que va a perder definitivamente la N a cambio de una M y una C) es un evento especial. Por el nivelazo de las ponencias, sí; porque se celebra en Gijón, y todo lo que sea viajar a Asturias ya es un gran punto a favor; pero, sobre todo, por la conexión humana que es capaz de generar. El derroche de emociones que se experimenta en tres días resulta de una intensidad difícilmente comparable con nada que haya vivido anteriormente. Y si en las ediciones anteriores quedé maravillado, lo de este año ha sido la bomba.
Podría hablar de la magistral conferencia inaugural de Soledad Puértolas, que nos contagió a (casi) todos los asistentes unas ganas tremendas de releer El Quijote en busca de esos aliados (aliadas, sobre todo) del ingenioso hidalgo que tan deliciosamente nos descubrió, o de la conversación literaria posterior que mantuvo con el editor Cristian Velasco. Sin duda, fueron dos de los momentos más destacados del Congreso.
Podría referirme a la maravillosa charla entre Mónica Rodríguez y Gonzalo Moure, dos de los principales autores de literatura infantil y juvenil del país, que nos acercaron a la creatividad inagotable de niños y niñas y cómo a través de las historias se conectan mundos tan diferentes como el que viven los refugiados saharauis y los escolares españoles.
Podría poner en valor la crítica literaria, a través del diálogo tan exquisito que protagonizaron el crítico y escritor José Luis Martín Nogales, la escritora y librera María Jesús Mena (¿para cuándo la próxima espicha?) y el escritor (y amigo, cuánto talento tienes) José Luis Díaz Caballero; o podría reproducir la charla entre la profesora universitaria y biógrafa Anna Caballé y, de nuevo, el editor Cristian Velasco (uno de los grandes descubrimientos como moderador, y algo más, ahora iré con ello), gracias a la cual muchos de los asistentes seguro que van a mirar la literatura biográfica con otros ojos.
Podría hablar de la paradoja que se dio al comparar las conclusiones que surgieron de las mesas redondas de escritores, «De invisibles a evidentes», primero, y «De evidentes a indudables», a continuación. Mientras que mis compañeras Teresa Cameselle y Amelia de Dios Romero (ambas con varias novelas premiadas), mi admirado Ramón Alcaraz, profesor de escritura y escritor, y yo mismo animábamos a los presentes a escribir y buscar un hueco en la multitud de editoriales independientes y de certámenes literarios, siempre, por supuesto, centrando los esfuerzos en crear la mejor obra posible, autores consolidados como Leticia Sánchez y Luis Luna pintaban un panorama bastante tétrico para quien pretenda dedicarse a la literatura. «Es mucho más fácil empezar que mantenerte tras haber publicado», vinieron a decir. No me voy a detener en esto ahora, pero prometo hacerlo en otro artículo.
Podría fijarme en la jam de poesía, novedad de esta edición, que condujeron con gran acierto las talentosas y siempre deslumbrantes con su sonrisa María de Gracia Peralta y Teresa Gallego. Digo acierto porque consiguieron engatusar a un buen puñado de recitadores, incluso a quienes no lo habíamos intentado nunca, y el resultado fue muy digno.
Por supuesto, podría hablar de la incombustible Rosa María Calaf, en el pedestal de todo periodista que tenga un mínimo de respeto por el oficio, a quien tuve el honor de acompañar, junto a la escritora y periodista Verónica García Peña, en una mesa redonda sobre periodismo literario que espero que alguien haya grabado, porque mi memoria pierde grosor al mismo trágico ritmo que los glaciares pirenaicos (que nadie se alarme, es una hipérbole, aunque…). Fue un honor de verdad, pero después de haber compartido horas de charla fuera de micro con ella y de haberla visto asistir a la mayoría de actividades del Congreso como una más, con las mismas ganas de aprender y compartir, sé que las palabras grandilocuentes le dicen bien poco.
Qué mujer tan extraordinaria (ahí va otra) y tan cercana. Me recordó al profesor Emilio Lledó, por sus ansias de seguir acumulando experiencias y de exprimir la vida al máximo. «Lo que más me gusta en el mundo es hablar», nos dijo en más de una ocasión durante los tres días en Gijón, sonriente. Y viajar, claro. Rosa es de esas personas que encandila por su proximidad; que, con su sola presencia, quizás debido a esa declaración de intenciones permanente que es el rojo de su pelo, le pone color a cualquier reunión. Imposible contar las fotos que le hicieron y, estoy seguro de ello, disfrutó cada una de ellas y cada palabra que intercambió con las decenas de congresistas que se le acercaron. Rosa, de mayor quiero ser como tú.
Por supuesto, podría hablar (y hablaré) de mi primer contrato editorial. Una década después de iniciar la aventura literaria, tras haber autopublicado varias novelas y compartido decenas de cuentos y relatos, después de haber aprendido cómo funciona el negocio del libro y de haber rechazado algún contrato poco valiente, por fin voy a experimentar cómo es eso de que te publique una editorial seria. El editor de quien hablé anteriormente, Cristian Velasco, leyó el manuscrito de Días de arañas, buitres y ovejas, que le llegó gracias a la intermediación (que nunca agradeceré lo bastante) de Covi Sánchez, presidenta de la AEN y, sobre todo, amiga, y le pareció que reunía la calidad suficiente para arriesgar con su publicación.
Es obvio que cada apuesta editorial es un riesgo, para eso existen las editoriales, y aunque Velasco Ediciones es una casa modesta, he conocido lo bastante a Cristian, y a tres de los autores a los que ha publicado sus últimas obras (el ya mencionado José Luis, Begoña González y Jordi Pujolà, a quienes admiro como escritores y puedo presumir de contarlos entre mis amigos), como para estar seguro de que va a poner todo de su parte por presentar al mundo el mejor libro posible. Desde luego, por la mía no va a faltar toda la dedicación que haga falta para convencer a quien se me ponga al alcance de que debe leer mi novela.
Hace tres años que di por terminada la revisión del manuscrito, al que dediqué más de tres años desde que escribí la primera palabra. Creo de verdad que es, con diferencia, lo mejor que he escrito, y estoy convencido de que Velasco Ediciones ha acertado apostando por su publicación. Pronto lo sabremos, pero antes voy a dar bastante la tabarra y a agradecer infinito la colaboración que recibí de todas las personas que se tomaron su tiempo para leer el borrador y hacerme las sugerencias que me permitieron mejorar la historia.
Qué ganas tengo de iniciar esta nueva aventura.
Podría hablar de todo eso y, de hecho, llevo un rato haciéndolo, pero a lo que quería dedicar este artículo es a la risa. El otro día escribí en Instagram:
«El V Congreso de Escritores de la @aenoveles ha sido muchísimo más que un encuentro de amantes de las historias. Sobre todo, ha sido un encuentro de amigos, de buena gente con ganas de aprender, de escuchar, de compartir y de disfrutar. Y vaya si hemos disfrutado, a costa de robarle horas al sueño, exprimiendo cada segundo, conscientes de que la vida consiste en eso, en exprimir los buenos momentos para saborear hasta la última gota. Quiero más».
Es una buena síntesis de estos cuatro días (de viernes a martes bien temprano en mi caso), pero me dejé el ingrediente mágico: la risa. Alguien preguntaba: ¿con qué palabra definirías este Congreso? En principio, se me ocurrieron cosas como compañía, compartir, compañerismo, apoyo…, pero la palabra que lo sintetiza todo es risa. Obviamente, no ha sido un encuentro de cómicos; las conferencias y mesas redondas se siguieron con respetuoso interés, con momentos distendidos e incluso divertidos, pero es que las actividades programadas acababan a las 19-20 horas, y el Congreso no oficial seguía hasta la madrugada.
Afortunadamente, la risa es un elemento cotidiano en mi vida. Tengo la suerte de conocer a gente muy divertida y alegre (querida Mónica, cada una tiene su matiz, pero son sinónimos), y yo trato de, en función del contexto, poner de mi parte para hacer más llevaderos los momentos menos dados a la distensión. Pero es que en Gijón me he reído mucho, gracias a la complicidad con colegas a quienes ya conocía de ediciones anteriores, a otros a quienes he conocido mejor y a las nuevas joyas descubiertas. Porque, seguro que todos estamos de acuerdo, las risas compartidas son las mejores.
Si mi expectativa con este V Congreso de Escritores era alta, todo lo vivido allí la ha superado con creces. En este momento de mi vida, llamando a las puertas del medio siglo de existencia, lo que espero de cualquier actividad en la que me implico es disfrutarla al máximo. Que al acabar pueda decir: «otra experiencia digna de recordar». Y uno nota cuándo las personas con las que comparte ese espacio y ese momento acuden con la misma expectativa. En esos casos, la combinación de buen rollo produce magia.
No me quiero dejar a nadie, porque, de verdad, todas las personas con las que he interactuado en algún momento durante estos días me han hecho crecer, así que no voy a dar nombres. Las que han hecho magia, junto a las que he exprimido cada segundo para saborearlo hasta la última gota, saben quiénes son. Y sólo puedo daros las gracias. Cuando uno es feliz, ni siquiera el sueño es rival.
La risa es revolucionaria.