Vacaciones o pensiones

Publicado el 16 octubre 2013 por Carlos López Díaz @Carlodi67
Sólo hay dos formas de gozar de un cierto nivel de renta tras dejar de trabajar: mediante lo que se ha ahorrado durante la vida laboral, o mediante aportaciones directas o indirectas de quienes están trabajando. Cualquier otro sistema de pensiones sólo puede consistir en alguna combinación de esos dos.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad (incluyendo lo que suele denominarse prehistoria), el segundo método ha predominado absolutamente. Los viejos, en cuanto eran incapaces de seguir trabajando en la caza, la agricultura o en oficios artesanos, pasaban a ser mantenidos por sus familiares, básicamente los hijos. Sólo con el desarrollo de la economía monetaria empezó a existir la posibilidad de que un campesino o un trabajador manual (no sólo un monarca o un terrateniente) ahorrara en previsión de la vejez.
Con el auge de la socialdemocracia, sin embargo, se volvió al sistema de aportaciones, esta vez indirectas, gestionadas por el Estado, que las obtiene a través de la cotizaciones sociales de los trabajadores. ¿Este sistema es mejor o peor que el del ahorro? En principio, ambos son igualmente válidos, en la medida en que permiten obtener el mismo resultado. Sin embargo, todo indica que lo ideal es una combinación de ambos. Por un lado, no todo el mundo puede siempre ahorrar lo suficiente, pese a haber trabajado durante muchos años, por lo que algún tipo de aportación de la familia, de asociaciones o del Estado será necesaria, al menos en parte. Pero por otro lado, el ahorro personal es lo único que garantiza realmente el disfrute de una renta de jubilación. El método de las aportaciones puede fallar, tanto si es directo (porque los familiares se desentiendan de uno) como si es indirecto, porque el gestor de las aportaciones sea despilfarrador o corrupto, o porque la proporción de trabajadores en activo se reduzca debido al envejecimiento demográfico. Esto último es lo que amenaza con colapsar los sistemas de pensiones de países como España, tal como ha mostrado Juan Ramón Rallo con un "gráfico del terror", que vale más que mil palabras.
Obsérvese que los problemas e insuficiencias de ambos métodos tienen una raíz moral. Los viejos lo pasarán mal si han sido malgastadores en su juventud, si sus hijos no cuidan de ellos, si las autoridades económicas son irresponsables, o si la gente se vuelve demasiado hedonista para asumir la tarea de tener los hijos suficientes, que garanticen al menos el reemplazo generacional. Argumentos supuestamente razonables para tener sólo un hijo o ninguno no faltan, pero contrastan con las elevadas tasas de fecundidad de épocas pasadas en las que existían muchas mayores dificultades.
Culpar a los políticos de la crisis del sistema de pensiones es sólo parcialmente justo. Unos políticos negligentes o despilfarradores suelen ser el reflejo de una sociedad en la cual tales defectos, y probablemente también los demás que he enumerado, son comunes, en todos los niveles. En cualquier caso, es obvio que los problemas no se resolverán, salvo momentáneamente, exigiendo al Estado que provea unos recursos que sólo pueden proceder (descontado el ahorro privado) de las rentas del trabajo. Si no hay suficientes trabajadores, el único medio de mantener el nivel de renta de quienes no trabajan es exprimir más a los primeros.
La solución, por tanto, sólo puede ser moral, lo que suele expresarse como un "cambio de mentalidad". Sólo cuando la gente deje de pensar que percibir la pensión de jubilación u otras prestaciones sociales es no sólo algo por supuesto legítimo y seguramente merecido, sino además un "derecho" que debe garantizarse incluso en contra de las matemáticas; sólo cuando abandonemos definitivamente la superstición interesada de los derechos sociales, la gente se dará cuenta de que asegurarse la vejez es una cuestión de previsión (lo que va unido a las virtudes de frugalidad y austeridad), de tener descendencia, de mantener la unión familiar y de saber transmitir estos principios morales, unidos al del respeto a los mayores. Sólo cuando dejemos de pensar exclusivamente en las próximas vacaciones (es un decir), puede que por añadidura nos sea concedido alcanzar un cierto bienestar material en la vejez. O al menos que nuestro hijo único no nos recluya en un asilo para que no le estropeemos las vacaciones.