Con frecuencia, al enterarnos de una mala noticia, nos quedamos fríos, se forma un hueco en nuestro interior, un hueco tan hondo, tan inmenso, que nos absorbe como un agujero negro y hace que nos sintamos vacíos. No es que no reaccionemos, es que sencillamente carecemos de capacidad de reacción. No es que nos suene increíble, es que es inconcebible. Se trata de algo que no puede ser, que no queremos que sea, que no deseamos saber y que, sin embargo, tenemos que saber para cerciorarnos de que no se trata de un error. Y sí, después de oírlo de nuevo, sigue siendo imposible.
¿Cómo actuar ante lo imposible? Por mucho que nos esforcemos no llegamos a imaginárnoslo, es un hecho que se ha bloqueado sin procesar. No obstante, mientras seamos incapaces de razonar al respecto, no lo comprenderemos ni, por supuesto, lo asumiremos. No se puede aceptar, pero tampoco negar, somos conscientes de estar al borde de un abismo del que no vemos el fondo. ¿Preguntar? No es tan sencillo. ¿Cómo se pregunta sobre algo doloroso para todas las partes? Cada pregunta es clavar el dedo en la llaga, en la propia y en la ajena. Da tanto miedo que paraliza. Sin embargo una cosa está clara: de algún modo tenemos que tender un puente en ese vacío. ¿Con qué fuerzas? Con frecuencia no son otras que las de la desesperación trastocada en esperanza.