Nunca nada es suficiente. Bajo ninguna condición. Más si se trata de dinero, pero eso es obvio. Si uno tiene un poco de felicidad, busca más. Lo mismo pasa con la tristeza que sin buscarla, se vuelve adictiva. A mí me pasa ahora con el tiempo libre. Tengo unas horas, quizás unos días y me encuentro tirándolos al caño. Como si la vida me fuera a regalar más de estos momentos. Y para recordarme que no es así, un dolor de cabeza incisivo que no me tumba, pero tampoco me deja. De esas pequeñas espinas que se clavan en los dedos, que no duelen, pero no dejan manejar, escribir, abrir la puerta...
Una pequeña felicidad no es nada si se compara con las posibilidades que se abren cuando la imaginación se excita. Drenarse y volverse a llenar. Así pasan los días en el trabajo, en la casa, en la mente. Por la mañana el día parece un cerro empinado y espinoso. Conforme se va acercando la noche y las cosas van pasando, el cerro se va cubriendo de esa luz naranja y cálida de los atardeceres y es entones más soportable. Cuando se oscurece, todo es más claro, más reconocible. Y sí, será igual al día siguiente.
Maldito dolor de cabeza que no me deja concentrarme y esos gallos con el huso horario dañado... Que alguien ponga una bomba en la gallera.