Lo contaron este martes sobre el escenario de la Plaza Mayor. Recordaron aquella madrugada de lunes en la que el pucelano Javier Vielba entró en un garito de Madrid vestido como anoche se presentó ante su público –traje blanco, camisa negra, lacito inmaculado, como si Clint Eastwood estuviera a punto de tomar la comunión– y todo decidido se plantó junto al grifo de cerveza. Cuentan los de Los Coronas (los madrileños) que cuando lo vieron pensaron: «Este va de pringao. Nos acercamos hasta él con la idea de decirle 'no molas tanto': Pero entonces vimos que llevaba un chapón gigante de Black Sabbath. Y ahí empezó todo». Fue el gozoso momento en el que se fundió el helado de vainilla con el de chocolate, cuando Los Coronas abrazaron a Arizona Baby y de esa noche de amor desenfrenado (no sabemos si nueve meses después) nació, tachán tachán, Corizonas.
Lo de la táctica que siguieron para elegir el nombre no es algo nuevo. Y tengo pruebas. Al otro lado del periódico hay mucho malpensado que se creerá que estas crónicas son un jijí jajá que se hacen con la punta del boli y en menos tiempo de lo que tarda Mario Casas en quitarse la camiseta en una peli. Pero no. Esto lleva su curro y su tarea de documentación. Y te lo voy a demostrar. El método Corizonas es tan viejo como la tatarabuela del conde Ansúrez. Eso de patentar nuevo nombre con las sílabas de sus creadores. Ahí tienes el taller mecánico Joycar (José y Carlos) en Medina del Campo. O la antigua cafetería Tejul (Teles y Julita) en Tudela de Duero. O la extinta zapatería Feycon (Félix y Consuelo) en la plaza mayor de Peñafiel. O La Tonta, esa peña de Pedrajas que es la unión del Tongo y La Talankera. Y sí, esta pequeña lección fue la que aplicaron para elegir el nombre de Corizonas.
Querido lector, habrás podido comprobar que estos pequeños detalles de erudición (y que no vienen en la wikipedia) son los que dan valor a una crónica. Pues eso.
Total, que si el nombre de Corizonas bebe de una larga tradición comercial, su música lo hace de numerosas fuentes que van desde la psicodelia setentera a Woodstock, la frontera y Fleet Foxes. Todo ello cantado en inglés (o en italiano) y con la demostración palmaria de que se pueden traer a la Plaza Mayor propuestas que se alejan del estrecho patrón de la radiofórmula (ayer había tanta gente, o más, como para escuchar a Peret). O sea, un tipo de público habitualmente olvidado, marginado en los últimos años en ferias, y que ayer encontraron alimento para acercarse hasta el corazón de la fiesta y gritar: ¡Estamos vivos! Una apuesta arriesgada, como quizá en su día lo fue la unión de la vainilla y el chocolate, pero que hizo que cientos de personas se chuparan ayer los dedos después de degustar el mejor postre para una noche de martes. Ñam, ñam.