Valencia del Ventoso, Pultafagónides y otras anécdotas e historias garbanciles.

Por Jaime Javier Fenollera De Miera @JaimeFenollera

Pultafagónides, así, tan sonoro, casi malsonante era el nombre de un personaje esperpéntico y bobalicón, esclavo cartaginés por más señas, que comía garbanzos hasta reventar en las comedias de Plauto.
Allí, en Valencia del Ventoso el 11 de agosto, subido en aquella tarima compartiendo la cata de diecinueve cocidos con los demás compañeros de Jurado del XXXI Día del Garbanzo, no pude evitar acordarme del personaje de Plauto. No por considerarnos esperpénticos ni bobalicones, ni mucho menos esclavizados y si así fuese, bendita esclavitud la que nos obligó a degustar aquellos cocidos, sino por la curiosidad del devenir histórico del consumo del garbanzo: de alimento grotesco, plebeyo y despreciado a ocupar las mesas de más alta alcurnia y protagonizar fiestas y concursos.
Dicho esto, pido disculpas por si algún compañero del Jurado ha entendido que nos comparaba con el tal Pultafagónides… aunque, reconozcámoslo, puede que en algún momento sí se nos pusiese cara de bobo ante tanto plato delicioso, porque como escribe José Esteban en su Breviario del cocido, «Solamente hay dos clases de cocidos: los buenos y los mejores.» y diferenciar los unos de los otros, en Valencia del Ventoso no es tarea fácil.

Se atribuye también a Tito Livio la frase despectiva: «Los hispanos comen garbanzos a todas horas.» Aunque algunos autores eliminan el carácter despectivo e indican que el historiador romano tan solo pretendía plasmar la observación de que los hispanos, por influencia de los cartagineses, eran habituales consumidores de garbanzos e incluso recomendaba su consumo para las tropas por su energía.
En el imperio romano se consumían garbanzos y se preocupaban por su cultivo, así lo atestiguan numerosas citas de Columela, Plinio o Casiano Baso, entre otros. Sin embargo era considerado un alimento grotesco y de clases inferiores, no sabemos si por relacionarlo con los cartagineses, a los que se tenía bastante tirria en Roma, o por su carácter flatulento. Los romanos, al igual que los griegos, eran bastante pesados con la cuestión de las ventosidades originadas por las legumbres como ya hemos referido en un artículo anterior sobre las habas. Menos mal que aún no había llegado de América la judía. Aunque no todos los romanos pensaban igual: Petronio, que por su refinamiento se le consideraba el árbitro de la elegancia, en un banquete en el que una fuente representaba los signos del zodiaco, sobre el signo de Aries sirvió garbanzos.
Lo cierto es que Hispania siguió, afortunadamente, comiendo garbanzos mientras que en otras cocinas europeas nuestro querido cicer apenas tiene representación o incluso es despreciado. No deja de sorprenderme que los franceses, de indudable buen comer, hayan despreciado el garbanzo y, sin embargo cuenten entre sus platos excelsas preparaciones de judía como el fabuloso cassoulet. Aunque veremos más adelante que más de uno acabó sucumbiendo a sus encantos.
Corrieron buenos tiempos en España para la cocina del garbanzo desde la Baja Edad Media, una vez superada la diversidad de pareceres de los romanos, hasta los tiempos de la Ilustración. La cocina judía nos dejaba la adafina, que acabó “cristianizándose”, es decir, admitiendo el cerdo entre sus presas, y la olla podrida (sobre la que no nos extendemos pues ya le dedicamos un prolijo artículo) era manjar propio de las cocinas cortesanas y otras mesas pudientes y era nombrada en las obras de buena parte de los literatos del Siglo de Oro.
A Felipe II le salieron sus cuatro esposas aficionadas al puchero de garbanzos, aunque cada una con sus caprichines: a María Manuela de Portugal le gustaba con una albóndiga de carne, pan y especias que debía parecerse al actual relleno del cocido madrileño o la pilota de la escudella; María Tudor lo prefería con gallina y manos de cerdo; Isabel de Valois salió comodona y pedía que se lo llevasen a la cama y Ana de Austria comía cocido tres veces al día.
Sobre cuál de ellas, adafina u olla podrida, era la antecesora de nuestro cocido hay división de opiniones, aunque lo más probable es que los múltiples cocidos, maragato, madrileño, lebaniego, gallego, olla aranesa, escudella… tantos como regiones, incluso más, sean ramas de un mismo tronco: un puchero, garbanzos y aquello que la temporada, la zona y la bolsa hicieran posible. Porque como escribió el periodista y gastrónomo Dionisio Pérez en su Guía del buen comer español «este plato sabe estrecharse o ampliarse según la grandeza o humildad de cada casa».
Los tratados de Utrech y Rastadt pusieron fin a la Guerra de Sucesión y supusieron el fin del reinado de los Austrias y el inicio de la dinastía borbónica en España, mas la paz militar y política ocasionó otra contienda menos conocida: la que se libró en las mesas y cocinas reales, pues Felipe V llegaba con gustos franceses que no hicieron tilín en la corte Española. El Duque de Saint-Simon en sus memorias relata el banquete nupcial de Felipe V con María Luisa Gabriela de Saboya en 1701: «Al llegar a Figueras el obispo diocesano los casó de nuevo con poca ceremonia y poco después se sentaron a la mesa para cenar, servidos por la Princesa de Ursinos y las damas de palacio, la mitad de los alimentos a la española, la mitad a la francesa. Esta mezcla disgustó a estas damas y a varios señores españoles con los que se habían conjurado para señalarlo de manera llamativa. En efecto, fue escandaloso. Con un pretexto u otro, por el peso o el calor de los platos, o por la poca habilidad con que eran presentados a las damas, ningún plato francés pudo llegar a la mesa y todos fueron derramados, al contrario que los alimentos españoles que fueron todos servidos sin percances. La afectación y el aire malhumorado, por no decir más, de las damas de palacio eran demasiado visibles para pasar desapercibidos. El rey y la reina tuvieron la sabiduría de no darse por enterados, y la Señora de Ursinos, muy asombrada, no dijo ni una palabra. Después de una larga y desagradable cena, el rey y la reina se retiraron».
Con Felipe V se impusieron los gustos franceses en la corte de la mano de los cocineros P. Benoist y P. Chatelain. Su sucesor Fernando VI, también confió los fogones a cocineros franceses: Mateo Hervé y J.B. Blancard. A pesar de todo el garbanzo no perdió protagonismo y se sirvió olla podrida los domingos, al menos durante la década de 1720. Carlos III continuó confiando sus cocinas a franceses: Antoine Catalán y Jean Tremouillet y en esta época cuenta la tradición que llegaban a la corte garbanzos de Valencia del Ventoso.
Pero poco tenía que ver lo que se cocía en las reales cocinas con lo que hervía en los pucheros del pueblo llano, aunque las mesas de cierta alcurnia fueron adoptando los gustos afrancesados. Townsend, uno de los muchos viajeros europeos que recorrieron España, considerada un destino exótico y apasionante, describe: «Comen temprano y, según la costumbre española, comen la olla con la sopa y diferentes especies de carnes cocidas en pequeños pucheros de barro; pero en las mesas del presidente [de la Chancillería] y del arzobispo han adoptado la cocina francesa».
Muchos de estos viajeros acostumbrados a cocinas muy diferentes a la española echaban pestes de la abundancia de garbanzos, del gusto intenso del aceite de oliva y de la abundancia de ajo. Sobre este último particular no hace falta remontarse tanto tiempo atrás si tenemos en cuenta el parecer de Victoria Beckham, aunque permítame el lector que dude sobre el criterio gastronómico de la susodicha.

Sin embargo, algunos de estos viajeros llegaron a enmendarse y a entrar en razón: Alejandro Dumas, que además de excelente y prolífico escritor era un consumado gourmet, fue uno de los mayores y despectivos detractores del consumo ibérico del garbanzo. Escribió en sus crónicas de viajes por España: «…Después venía el puchero, plato esencialmente español: en realidad, en su calidad de alimento nacional, forma más o menos por sí solo toda la cena española. ¡Qué desgracia para usted si no le gusta el puchero! Familiarícese pues, poco a poco, con este plato y permítame que, para facilitarle el trabajo, le diga de qué se compone. Se compone de un cuarto de vaca –en España, el buey, por lo que a la alimentación respecta, me parece que es totalmente desconocido–, un trozo de cordero, una gallina y trozos de un salchichón que llaman chorizo; todo ello acompañado de tocino, jamón, tomates, azafrán y col. Como puede verse, es una macedonia de cosas bastante buenas tomadas individualmente, pero cuya reunión me parece poco afortunada, hasta el punto de que no he conseguido acostumbrarme. Intente hacerlo mejor que yo, porque si no le gusta el puchero, se verá obligada a conformarse con los garbanzos. Los garbanzos son guisantes del tamaño de una bala de calibre veintidós. Creo que es lo mismo que los antiguos llamaban “pois chiche”. Cicerón, de elocuente memoria, llevaba uno en la punta de la nariz a modo de muestra. No sé qué efecto produciría el garbanzo en la punta de la nariz de Cicerón, pero sé el que produce en mi estómago, que no está nada acostumbrado a esa legumbre. Acostúmbrese, pues, a los garbanzos, tal como se habrá acostumbrado al puchero. Es fácil: debe comer el primer día uno, el segundo dos, el tercero tres, y, tomando estas precauciones, es probable que sobreviva a ellos».
Mucho evolucionó D. Alejandro, tanto que años después plasmó: «…¿Han probado ustedes carne de buey o de pollo hecha en una olla vieja? ¡No! Pues bien, pruébenla como yo la he comido en España y cambiarán de opinión… La olla podrida es una inmensa marmita, colocada sobre el fuego del que jamás se aparta, y en la que se echan todas las carnes que entran en la casa y especialmente las más gelatinosas; manos de ternera, de cerdo, de cordero, morros y orejas del cerdo, además de tocino y gallina, todo bien sazonado que, con ajos, cebollas y garbanzos, hacen la olla podrida… Se produce, como bien se puede comprender, un guiso sabroso, espeso y excelente… Todo tipo de carne que se cuece en ese caldo gana más sabor del que puede perder, pues a la par que se empapa de los aromas de los demás ingredientes, aporta los suyos propios. El secreto consiste en dejar la carne en la olla solo el tiempo necesario para su cocción, de forma que no pierda ninguna de sus cualidades».
A pesar de la escasa afición francesa por los garbanzos, Dumas no fue el único en reconocer sus virtudes: Teophile Gautier en su Tras los montes o Voyage en Espagne escribe: «Después de la sopa, sirvieron el cocido, plato típicamente español, o mejor dicho, único plato español, pues es el que se come todos los días desde Irún hasta Cádiz y viceversa. Está compuesto de un gran trozo de vaca otro de carnero, pedazos de chorizo, algo de jamón, pimienta, salsa, de tomate y azafrán. Esto en cuanto se refiere a los elementos animales. Los vegetales, que llaman verdura, varían según la época del año; pero los garbanzos son siempre la base de esta comida. El garbanzo apenas se conoce en París. Podemos definirlo diciendo que es una especie de guisante que aspira a ser habichuela, y que felizmente lo consigue. Cada una de estas cosas se sirve en fuentes distintas, pero luego se mezcla todo el plato, componiendo un manjar homogéneo y exquisito. Tal comida, parecerá un tanto elemental a los gourmets que leen a Careme, Brillat Savarin, Grinod de la Reyniere y de Cussy pero no puede negarse que tiene su encanto y que a los eclécticos y a los panteístas satisface plenamente».
En la novela que quizá mejor haya retratado la sociedad de la época, La Regenta, Clarín pone en boca de Visitación, mujer de clase media, aunque le pese y cotilla como pocas: «La de Páez no come garbanzos-decía Visita-porque eso no es romántico» refiriéndose a Olvido Páez de acaudalada familia y pija donde las haya, eso sí bastante amargada por no tener novio pese a su enorme fortuna. Interprétese en esta cita el término romántico no en sentido estricto sino como lo cuqui, lo pijo o lo divino de la muerte.
Así de revuelta estaba la cuestión del garbanzo en los siglos XVIII y XIX en nuestra querida España: la alta sociedad afrancesaba sus cocinas y renunciaba a la olla podrida y al cocido; viajeros europeos furibundos detractores del garbanzo acababan convirtiéndose en adoradores del puchero hispano y el pueblo llano y no tan llano comía cocido a diario o casi, más o menos ilustrado con más o menos viandas según los posibles de cada casa, más por necesidad que por afición.
Por aquellos tiempos, aún no existía una clara diferenciación de los cocidos que se cocinaban en España. Mariano Pardo de Figueroa, conocido como el Doctor Thebusem, gastrónomo del siglo XIX, afirmaba «El propio cocido, que parece ser el lazo de Union constitucional entre los antiguos reinos carece aún de una forma concreta que obligue a todos».
El propio Dr. Thebusem alarmado por la pérdida de protagonismo de nuestro puchero de garbanzos, sea cocido u olla podrida, en las mesas reales expresa en su correspondencia con un cocinero de la corte, recogida en La mesa moderna - Cartas sobre el comedor y la cocina cambiadas entre el Dr. Thebussem y un cocinero de S.M., cuya lectura recomiendo encarecidamente: «… La otra novedad es la presentación de la OLLA PODRIDA en la mesa del Rey. Jamás he visto faltar en los festines ingleses el roat-beef, en los alemanes el sauer-kraut, en los italianos la polenta, en los rusos el caviar, etc., etc. Poco importa que el famoso plato que servía de alimento a Don Quijote de la Mancha se levante ileso de los manteles, poco importa que sean declaradas más agradables las modernas confecciones de la delicada cocina francesa. El manjar nacional de España, agradable por demás a los paladares acostumbrados a usarlo, higiénico y alimentoso por excelencia, y que sirve hoy de mantenimiento a más de quince millones de españoles, debe en rigor de justicia exhibirse y tener cabida en los banquetes del primer magistrado de la nación. Y aún suponiendo que la olla, ya la podrida, ya la de más vaca que carnero, llegase a desaparecer de todas las cocinas del reino, aún en este caso entiendo que debía continuar en la del Monarca de Castilla como símbolo y recuerdo de las edades pasadas, pues símbolos y recuerdos son también los cuarteles de Sicilia o de Borgoña en el blasón de la península, los maceros y timbales de varias corporaciones y otras respetables antiguallas que sería facilísimo enumerar. En la olla podrida, que ciertamente se acomoda a una galana presentación en el banquete, me ha parecido ver siempre la alegoría y recuerdos de varios pueblos o territorios de España. El garbanzo de Castilla, las legumbres de Aranjuez, el carnero de Valencia, la vaca de Navarra, la gallina de la Mancha, la chacina de Extremadura y el jamón de Aracena representan a la vez casi todas las zonas y latitudes de la península ibérica…»
No sabemos si fue por influencia de aquella misiva o por otra iniciativa, pero lo cierto es que en el menú ofrecido al Príncipe de Gales en abril de 1876 se incluyeron el “cocido a la española” y la “ropa vieja castellana” y dicen algunas crónicas que el cocido fue muy alabado por su Alteza Real.

Y el cocido acabó también por entrar en la alta restauración: en 1839, el francés Eugenio Huguenin (Después adoptaría el apellido Lhardy) inauguró en Madrid Lhardy, el primer establecimiento hostelero al estilo de los restaurantes franceses, muy diferente a las fondas y casas de comidas que se estilaban hasta la fecha en España. Su carta, como podemos suponer, se basaba en la alta cocina francesa. Pronto Lhardy se convirtió en sitio obligado de la flor y nata de la sociedad madrileña. A partir de la década de 1860, el restaurante dirigido ya por Agustín, hijo de Eugenio, introdujo en su carta el cocido, que se mantiene en la actualidad y que recomiendo encarecidamente, no solo por el propio guiso si no por la experiencia de sumergirse en esos salones, que se mantienen tal cual eran en sus inicios, y dejar volar la imaginación… por aquellos salones han pasado Galdós, Isabel II, Cánovas, Sagasta, Manolete, Azorín, Alcalá Zamora, Suárez, Fraga… tertulias, intrigas. Mucho se ha cocido en los salones de Lhardy, tanto o más que en sus cocinas.
Los productos locales y los usos y costumbres fueron diferenciando de forma natural unos cocidos de otros, así en el cocido gallego sobresalen aromas de ahumados propios de la curación de la chacina en zonas húmedas, en la olla aranesa aparecen los fideos gruesos y los sabores suaves de la butifarra… y en cada zona se fue consolidando un modo de preparar el cocido más o menos diferenciado. Algunos cocidos adquirieron renombre, el madrileño, el maragato, y otros quedaron más olvidados. Olvidados en los escritos gastronómicos, que no en los hogares en los que siguió siendo principal sustento.
El primer, o por lo menos el más difundido en su época, intento de ordenar una cocina regional española fue la Guía del buen comer español escrita por Dionisio Pérez y publicada por el Patronato Nacional de Turismo en 1929. Se trata de una obra con un más que discutible rigor científico y con un marcado acento nacionalista y francófobo y que ha supuesto el origen de más de un mito de nuestra gastronomía, pero eso es asunto que abordaremos en otros artículos. La cuestión es que pese a sus errores, es una obra de capital importancia en el estudio de las cocinas regionales españolas por ser la que sienta las bases del “regionalismo culinario” español con sus aciertos y con sus arbitrariedades. Sobre el fundamento histórico de una verdadera cocina regional española habría mucho que hablar, pero eso es harina de otro costal o letras de otro artículo.
Lo cierto es que el buen Dionisio Pérez, en el capítulo destinado a la cocina extremeña no menciona ningún cocido, no sabemos si porque lo que encontró no lo consideró suficientemente diferenciado de otros cocidos o porque… su paso por Extremadura, si lo hubo, fue en cuaresma que es cuando se comía potaje en lugar de cocido o solo visitó casas de muy alta condición porque en aquellos tiempos el cocido con más o menos avíos era sustento casi diario de la mayoría de la población.
Ante la discusión de las diferencias del cocido extremeño con el de otras regiones nos encontramos con las mismas dificultades que existen para definir una cocina regional. Es una cuestión de cierta enjundia que escapa al alcance de este artículo y que prefiero dejar para otros escritos. Al igual que la fórmula exacta de un cocido extremeño es también difícil de determinar: si nos remontásemos al puchero consumido mayoritariamente a diario durante muchas décadas, siglos quizá, hablaríamos de garbanzos, unos huesos, tocino, a lo mejor morcilla y lo que cayese en suerte, según las posibilidades y la temporada. Igualmente se apreciarían diferencias según las comarcas y, por qué no, según el gusto de cada casa.
Pero algo hay que no tiene discusión: el cocido merece un lugar preeminente allá dónde se hable de cocina extremeña por haber sido el principal protagonista de las mesas extremeñas durante siglos, por su importancia social, por la calidad de las materias primas que nuestra región le aporta, independientemente de sus mayores o menores diferencias respecto al que se guise en otras regiones. Y porque en los vapores de un cocido viajan atrapados los recuerdos y los anhelos de varias generaciones de extremeños.
Y esto lo tienen muy claro en Valencia del Ventoso: treinta y un años organizando el Día del Garbanzo y desde hace ocho, la Feria Gastronómica.
Un garbanzo de extraordinaria calidad, chacinas de la tierra y el afán y el cariño de las peñas convierten la arboleda de la piscina de Valencia del Ventoso en una festiva amalgama de aromas entrañables.
Trabaja Valencia del Ventoso en la consecución del reconocimiento de su Día del Garbanzo como Fiesta de Interés Turístico Regional y estoy convencido de que más pronto que tarde lo logrará. El entusiasmo y la hospitalidad del pueblo y la calidad del garbanzo lo merecen con creces; al cocido, por justicia, se le debe.
No podemos finalizar este artículo sin felicitar a la Cofradía Extremeña de Gastronomía por el merecido galardón del Garbanzo de Oro que su presidente, Matías Macías Amado, recogió en el acto inaugural del Día del Garbanzo.
No nos queda más que dar nuestra más sincera enhorabuena por el trabajo bien hecho a María Concepción López , alcaldesa que ha tomado el testigo de Lorenzo Suárez, y a todo su equipo municipal y agradecerles su hospitalidad y que un  año más hayan contando con nosotros para compartir ese gran día de sabores y emociones. ¡Mucho éxito!

«…El garbanzo nivelaen justa condición pueblos y reyes,y allá donde se cuela ejerce audaz tutelasobre el común de las humanas greyes. 

Y en fin, pues más no quiero revolver del garbanzo los anales, dígame el pueblo entero; ¿qué pícaro pucherono le debe atenciones generales?»

Vicente Álvarez Miranda 
Oda a los garbanzos. Álbum de Momo. Madrid 1847.