Terrenos llanos y bonitos que dedicaré a recrearme en los sentidos, pues este es uno de esos viajes donde las palabras son un lastre y las emociones un lenguaje que debes dejar libre para que explore sin descanso.
Groenlandia me hipnotiza y me deja en un estado catatónico que me impide constantemente interactuar con las cosas más sencillas, como si hubiese entrado en un estado transitorio de "navegación" espectral y el mundo mundano me interesase ya lo justo. Es algo que hay que experimentar, pues las palabras, como digo, a veces son un lastre. El valle de las mil flores me sorprende con su colorido impresionista. Me pregunto qué dirían de esto Sisley, Monet o Pisarro, eximios (famosos) representantes de este género pictórico. Valle de las mil flores, así denominado por la cantidad de flores típicas groenlandesas aquí hacinadas, si lo tienen a bien los granjeros de la zona, que se empeñan en recortar y segar el prado para disgusto de quienes buscamos una típica estampa floral. Tras una caminata de nivel básico se llega a la parte más antipática, no apta para gandumbas (holgazanes), flojos ni quejicosos. Debemos subir el grupo, en estos momentos muy participativo y locuaz, luego cambiará la cosa, por una rampa preñada de vegetación molesta, piedras muy traicioneras y unas cuerdas azules, si no recuerdo mal, que alguna vez debieron servir para agarrarse y coadyuvar (ayudar con) con la subida, y que ahora son cadáveres de hilo, trampas mortales que es mejor no tocar.
Están las cuerdas en un estado deplorable. 500 metrosde subida para disfrutar de unas vistas tremendas y broche postrero con el glaciar Kiatuut. La gente llega cansada, algunos execrando la rampa, esas rocas inestables que producen rasguños, tropiezos y deslizamientos involuntarios. Pero al final de la jornada, el bálsamo del enorme Kiatuut parece suficiente para llevarse la fatiga y dejar espacio para el embeleso.