Hace ya 300 años que se publicó el libro El arte de la mentira, atribuido erróneamente a Jonathan Swift, en el que su verdadero autor, el doctor John Arbuthnot, reflexiona sobre esa disposición tan humana a la mentira, considerándola merecedora de figurar en la enciclopedia como el resto de las artes y las ciencias. Pensaba que el “arte” del bien mentir es fruto sin igual del ingenio humano. Junto a una clasificación de las modalidades de mentiras, el autor revela cómo mienten los dos partidos políticos entonces dominantes en la Inglaterra de aquel tiempo, para recomendarles seguidamente que, si pretenden recuperar credibilidad, deberían durante tres meses contar la verdad. ¡Cuánta ingenuidad!
Hay mentiras utópicas, que proponen grandes ideales. En las constituciones se escriben hermosos y elevados pronunciamientos que descansan, sin más, en la mentira. Nos tratan de convencer de que la democracia es el gobierno de los ciudadanos cuando éstos quedan relegados a participar de la política sólo a la hora de introducir el voto en una urna cada cuatro años, sin posibilidad de elegir candidatos sino listas cerradas. También nos aseguran que la soberanía reside en el pueblo, pero la “administran” los partidos políticos con representación parlamentaria, los cuales se permiten decidir, sin consultar a ese pueblo “soberano”, asuntos de suma gravedad e importancia. Así, por ejemplo, fuimos a la guerra de Irak por voluntad “soberana” del expresidente Aznar y “rescatamos” a los bancos, a costa de empobrecernos, por “soberana” decisión de Madrid y Bruselas.
Un ámbito donde la mentira es regla es el de los negocios. Las empresas mienten a sus clientes y a quienes regulan su funcionamiento. Intentan ocultar ganancias, falsear precios, evadir impuestos y alterar condiciones del mercado. Nunca cuentan la verdad sobre la calidad de los productos que venden o fabrican, práctica que ha quedado al descubierto con el escándalo de la multinacional Volkswagen y sus trampas para impedir que se detecte que sus vehículos contaminan mucho más de lo declarado. Aducen datos falsos para reducir el salario de sus empleados y reducen plantillas con la mentira de la productividad. La tendencia hacia la opacidad y el máximo beneficio invitan a la mentira en la actividad económica y empresarial.
Estamos inmersos en el “arte” de la mentira, la simulación y el engaño, y sus efectos se hacen sentir en la desafección que provoca en la población. Aún inconscientemente, la mentira la perciben los ciudadanos, a los que inducen a la incredulidad, la desconfianza y a la anomia social. La más grave de sus consecuencias es la corrupción. Según Julián Marías Aguilera, filósofo discípulo de Ortega y Gasset, “el uso sistemático, organizado y frío de la mentira es el factor capital de corrupción en las sociedades actuales”. Tan capìtal y tan sistemático que nunca antes la mentira se había institucionalizado como instrumento de acción colectiva como en la actualidad, dando lugar a ese cáncer de corrupción que carcome la política y las instituciones, sin dejar apenas espacio para la honestidad, el bien hacer y la transparencia.
La mentira es la característica de estos tiempos modernos, donde todos mentimos en función de nuestros intereses. De hecho, salimos a la calle dispuestos a contar mentiras hasta del estado del tiempo. Mentimos a los niños con los Reyes Magos y mentimos a Hacienda cuanto podemos. Recibimos mentiras y propalamos mentiras que nos ayudan a soportar esta dinámica por disfrazar lo que pensamos, lo que somos y lo que queremos, elaborando artificialmente nuestra propia vida y dotándola de algún sentido. Incluso para escribir este artículo nos valemos de mentiras perfectamente escamoteadas entre algunas verdades, simplemente por rematar una frase y alardear de cierta autoridad. Y es que es muy difícil sustraerse de contar mentiras de vez en cuando, tralará.