Vamos a contar verdades (2): Un poeta rastrero y miserable:

Publicado el 20 octubre 2015 por David David González

UN POETA RASTRERO y MISERABLE

Un conductor estaciona su taxi a escasos pasos del portal del inmueble por el que ha de entrar su ilustre pasajero. El chófer abre su puerta y sale a la calle. Hay que decir que está cayendo un fuerte chaparrón. El diluvio. Pero a su pasajero, poeta todo hay que decirlo, amén de ensayistay conferenciante, como debe de estar inútil, hay que abrirle su puerta para que se digne a descender del taxi. En este punto, me permito una breve digresión para contarte que este escritor, en sus buenos tiempos,cuando se le invitaba, abonándole unos sustanciosos emolumentos,a cualquier ciudad, por lejos que se encontrara de la suya, a dar una lectura de poesía o, yo que sé, una conferencia sobre, digamos, la decisiva importancia del Tío Gilito en el auge y consolidación de la poesía norteamericana contemporánea, exigía que un taxi fuera a recogerle a la puerta de su casa y le llevara hasta la misma entrada del Ateneo, Fundación o Teatro, porque esto es puro teatro, en donde estaba prevista su actuación. A veces esa distancia superaba, incluso, los 500 kilómetros, así que imagínate la cifra que marcaría el taxímetro. En realidad, esa cifra no hacía más que aumentar, puesto que el taxi tenía que aguardar hasta que este poeta terminara su actuación y volviera a subirse al taxi para regresar de nuevo a su ciudad, a su casa. Sí, colega, en historias que protagonizan tipos, tipejos, como este se dilapida gran parte de tus ahorros, de tus impuestos, del dinero público, con la excusa de la cultura. Ahora, dicho esto, volvamos al inicio. El chófer le abre la puerta al poeta. Sigue diluviando, quizá con más fuerza e intensidad que antes. Pero al poeta, por muy poeta y por muy conocido que sea o pueda ser, no le queda otra que salir a la tormentosa calle en la que vive. Con tan mala suerte que al descender del taxi se le cae al suelo, a la acera, encharcada, una moneda que guardaba en uno de los bolsillos de su pantalón. Es una moneda de las de antes. Una moneda de cinco pesetas. Un duro. Poco más de dos céntimos de euro. Ni corto ni perezoso, el poeta se agacha primero y después se arrodilla sobre la acera, buscando, con auténtica desesperación, como si le fuera la cena de esa noche en ello, la puta moneda de cinco pesetas. No solo no la encontró, sino que aparte de la mojadura que pilló, ni siquiera fue consciente de que solo lo que le iban a cobrar en la tintorería cuando llevase su traje negro, de corte impecable, a limpiar, excedería, y con mucho, del valor de esa puta moneda que perdió al bajar de un taxi que le pagamos entre todos nosotros. Tú también.