Y es que el domingo me levanté prontito para coger un tren hacia Marsella, donde un amable couchsurfer me esperaba con su coche para llevarme a descubrir la costa. Por la mañana, pequeña playa de rocas cerca de Bandol, perfecta para ir tomando contacto con el mar sin el agobio de las hordas de bañistas veraniegos que atestan las playas por estas fechas.
Una vez ya tostaditos (¡cómo pega el solecito por estos lares en junio, madre mía!), decidimos ir a buscar comida a Sanary, con la suerte de encontrar un mercado de fruta que saqueamos casi por completo. Y a comer al borde del mar, faltaría más.
Tras la orgía de fruta, salimos en búsqueda de otra playa, y esta vez dimos con una cala rocosa escondida tras un monte, con unas vistas de las que quitan el aliento. Y ahí me enorgullezco de haber logrado vencer mi pertinaz vértigo y haber saltado al agua desde las rocas (3 metros no parecen gran cosa hasta que subes y miras abajo...). Y luego a tostarse un poco más, por si acaso no había cogido todavía suficiente color guiri (es decir, rojo gamba).
Para terminar el día, pizza y puesta de sol en una playa de arena a medio camino entre Bandol y Sanary. Sinceramente, espectacular.
Y esta ha sido la gesta de mi descubrimiento de la Costa Azul. Espero que la hayáis envidiado, y recomiendo vivamente que os animéis a explorarla por vosotros mismos; merece la pena.
¡Pero como me gusta vivir al Sur!