Javier Arroyo. Aplausos
Con la mosca detrás de la oreja acudía a la plaza el aficionado maño, que regresaba a la etérea semiclandestinidad que otorga tanto cemento en el tendido. El insecto, cargante y cojonero, español pues, que acompaña de cuando en cuando al aficionado suele ser entendido en encastes y materia ganadera. Formando pareja con cada abonado venía una de éstas, cuyo afanoso seseo, propio de la especie a la hora de comer -y todo el mundo sabe que comen las moscas- no vaticinaba nada bueno. Algo se olerían. Y su instinto, el de aficionadas y el biológico, no les falló para reconocer la llamada de la mierda.
Porque eso es lo que esta ganadería que se anuncia como Benjumea vino a traer a la feria del Pilar de Zaragoza. Como si no supiese la familia Cuvillo que aquí se traen toros lustrosos, bien comidos, con sus pitones, bichos que no se caigan como magdalenas en cuánto ven un capote y que no enseñen la lengua nada más salir por toriles, que es por dónde esta bosta cuatreña nunca debió haber salido. Un ganadero de enjundia, lo primero, es lo suficientemente honrado como para no venir a una plaza de primera sin antes haberse probado y en segundo lugar, tiene el señorío de rechazar los cuartos, que serán pocos, que les han ofrecido por venir a hacer el ridículo a una de las plazas más importantes.
Tres le echaron para atrás, que se dice pronto, mientras a los otros hermanos no se les ocurrió otra cosa que ponerse a dar tumbos, pegar saltos y hacer regates como saltinbaquis, en vez de embestir, para vergüenza de todo el que lo haya podido ver. El inválido, anovillado y bobo primero, para más inri, y para que quede constancia de lo que es un ganadero con amor al campo, se llamaba Pantomimo, de lo que la deducción taurina nos sugiere que este hombre no tiene otras labores que hacer en sus fanegas portuguesas que bautizar a una vaca, de mala nota por lo visto, como Pantomima. Menuda carta de presentación al gran público. No se le ocurriría ni al moruchero de Adolfo, ni al anticuado de Tomás Prieto de la Cal, ni siquiera a la familia Miura, a pesar de que tengan todo el ganado para enfilarlo en la manga del matadero. Es por eso que cuando pasan las modas aquí quedan siempre los mismos, los ganaderos de reata, de raza, los que viven, sufren, gozan y mueren por y para el Toro. Los que dentro de unos años tendrán que venir a echarles una mano, en forma de sangre y conocimientos, a todos los colegas que por cuatro perras, dos cariñosas portadas y una palmadita en la espalda están acabando con el rey de la dehesa. Si hubiera morucheros, que no creo que los haya, saque cada cual sus conclusiones de quién es quién en esta historia.
Remendaron la pantomima, sobreros de los Bayones, el primero se dejó, que se dice ahora, y eso le valió para ser ovacionado y desposeído de una oreja, culpa de César Jiménez, que repitió una de esas faenas con que tan buena nota le han dado en la prensa, llena de temple y tramos estéticos, pero vacía de cualquier aptitud o manera que se pueda catalogar como toreo del caro. Quieren vendernos una reinvención del matador fuenlabreño, por su pose más armónica, descalzamientos gílis incluidos, pero sigue faltándole el acople y sobre todo, la actitud de querer comerse el mundo. El mosqueo, que también lo tienen los toreros, que cogió con el mundo al echarle para atrás los dos inválidos titulares, explica muy bien a lo que vienen unos, como David Mora, y lo que quieren otros, como César Jiménez.
Nada pudieron hacer Salvador Vega y el matador Uceda Leal, salvo salir dignamente y a pie de la plaza, esperando por su propio bien no volver a encontrarse con otra pantomima de éstas ni con el vaquero que la crío.