Cuando llegamos a la ciudad sagrada de Varanasi, la antigua Benarés, sentí una suerte de miedo propio de la infancia. Necesitaba que la realidad terminara recolocando las imágenes oníricas, casi visionarias, de los cadáveres junto al río Ganges. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE Es ese mismo miedo que sienten los niños cuando vislumbran un cementerio al anochecer, ante el misterio inexplicable del fin de nuestras vidas. Así llegué a Varanasi, cansado ya de un largo viaje por el norte de la India, desde la parte occidental. Ahora nos aproximábamos al río sagrado y, en patircular, al lugar de las cremaciones en uno de estos lugares que se derraman sobre el río, los "Ghats", con sus interminables escalinatas. Quizá fue uno de los momentos más duros e imborrables de nuestro viaje a la India. Varanasi, sin embargo, es una ciudad llena de personas vivas, algunas muy jóvenes, que recitan la venerable lengua sánscrita en pequeñas escuelas que encontramos casualmente mientras recorríamos las tortuosas y olorosas calles. Poco a poco se iba poniendo el sol, pero la oscuridad proviene más bien de las techumbres que ahora penden sobre nosotros a medida que nos acercamos a un lugar singularmente oscuro, donde los intocables venden troncos de madera para las incineraciones. Alguien advierte que hay que apagar las cámaras de fotos y los vídeos y de repente un grupo de hombres nos adelanta portando un cadáver envuelto en ropages de color naranja que prácticamente nos roza al pasar. Ahí está el primer aviso de la muerte. Al fin vemos el Ganges, pero estamos en el "Gaht" de las incineraciones. Es, por tanto, un "Ghat" renegrido por el humo que emana de los troncos y los cadáveres bañados poco antes en el río. Un ruido seco lleva nuestras miradas hasta un hombre que ha roto el cráneo a un cadáver junto al río. Así, parece, su alma se libera. Un poco más allá otro cadáver arde desprendiendo cenizas y calor, y ya pueden entreverse sus huesos descarnados. Arden los cadáveres casi de continuo, y algunos familiares lloran mientras otras personas miran desafiantes a los turistas e incluso les exigen dinero por alterar su intimidad. El Ganges tiene un indefinido color parecido al café con leche, y da la sensación de ser un agua espesa. Al fín tenía sensaciones táctiles y ponía en mi retina imágenes reales que sustituían al ensueño temeroso de la muerte ante el río. Ahora la sensación de calor y de agobio vencía al miedo infantil, arcano. Al día siguiente, al amanecer, recorrimos en barca los otros "Ghats" de Varanasi, muchos de ellos rosados y coloridos. Reinaba la calma sobre el agua, y los vivos se bañaban aparentemente dichosos. Francisco García Jurado